El ateísmo también tiene sus recompensas, y son recompensas terrenas revestidas de espiritualidad, lo que les da un atractivo a la vez realista y místico. Para empezar, atribuye a su seguidores los laureles de la sabiduría mundana. Ser ateo implica haber accedido a un conocimiento superior de la naturaleza, que se presenta desnuda ante nosotros, sin el velo de la ignorancia. Al menos desde la autopercepción del ateo, serlo equivale a ser intelectual y moralmente óptimo, consideradas todas las alternativas posibles.
Pero hay premios más groseros. Los musulmanes prometen a sus fieles setenta vírgenes en el paraíso, mientras que los ateos ofrecen en la tierra no setenta, sino setenta mil, esto es, tantas como nuestra pasión pueda desear. No es una promesa explícita, si bien va implícita en la supresión de las ideas de deber objetivo, sacrificio o pecado. Así, si la naturaleza y el instinto deben regir nuestra conducta, el placer es el único fin que merece ser considerado bueno.
Por último, el ateo tiene un infierno, que sitúa exactamente en el cielo. En él radican todos los males, viene a decirnos, y todos los cantos de sirena que conducen a la perdición del hombre.
He aquí, pues, que el ateísmo no está exento de fatuas fascinaciones ni de miedos irracionales en la competición interreligiosa.