El filósofo y crítico político Ignacio Sánchez Cámara citaba en uno de sus artículos periodísticos al pensador francés Condorcet para advertir, como hizo el girondino, sobre la tendencia de todo poder a imponer sobre los individuos las creencias que le convienen. Avisaba del peligro que esta actitud del poder representa para la libertad del individuo, porque “a partir del momento en que es el poder el que dice al pueblo lo que hay que creer, nos encontramos con una especie de religión política, apenas preferible a la anterior”. Y ello es así desde el mismo momento en que el poder presenta como dogma inmutable o, peor, como verdades científicas sus propias decisiones políticas. Pocos ciudadanos rebatirían estas advertencias de ambos pensadores ante el ejercicio de la política y la actitud de los gobernantes en los últimos tiempos. Para algunos, la nación “católica” y el liberalismo económico son dogmas irrefutables, y, para otros, la igualdad social y el Estado intervencionista son también verdades insoslayables. Es cierto que, amparándose en estas cautelas generales, Sánchez Cámara se basaba en las citas de Condorcet para cuestionar la competencia del Gobierno a la hora de promover la Ley de Memoria Histórica, asegurando que “la interpretación de los hechos históricos compete a los historiadores, no a los gobernantes”. Y algo de razón tiene.
Las cuestiones históricas, religiosas o morales, para seguir con algunos de los ejemplos señalados por el crítico español, no se dirimen ni en Parlamentos ni por los Gobiernos, pero ellos están capacitados para promover iniciativas que intenten ser coherentes con la realidad histórica, la libertad de credos o la ética cívica, corrigiendo en lo posible las versiones interesadas o las costumbres impuestas por los poderes dominantes durante determinado tiempo. Porque no es imponer por la fuerza una verdad, sino facilitar que esa verdad pueda ser alcanzada por la razón, sin obstáculos mantenidos por mor de las tradiciones o las versiones acuñadas por los vencedores y las élites dominantes. Tampoco es “reformar las mentes de los ciudadanos” eliminar del callejero los nombres de personajes que se distinguieron por usar la violencia extrema contra la legalidad, coartar la libertad de los ciudadanos, violar los derechos humanos, constituir y formar parte de gobiernos reaccionarios y perseguir y criminalizar a sus compatriotas por motivos políticos, religiosos o por estar, simplemente, en el lado equivocado de la contienda. De mismo modo que permitir que la dignidad de los inocentes vencidos, humillados además con la doble losa del olvido y el desinterés político, no es en absoluto una patología propia de gobernantes totalitarios, sino una actitud loable de justicia histórica y moral. Es, en definitiva, facilitar que la razón alcance también la verdad por vías cotidianas (la nomenclatura de un callejero, las estatuas y símbolos en las ciudades, los museos y sitios históricos) y no sólo a través de las académicas, asequibles a una minoría con formación.
“Religión política” es, además de imponer como dogma lo que convenga al poder de turno, impedir a toda costa que la verdad pueda ser conocida por la ciudadanía, al no intentar erradicar la “soberanía sobre los hechos del pasado” que otros impusieron y mantuvieron durante décadas, mientras detentaron el poder de forma legítima o por la violencia. Por eso, aunque comparto las cautelas expresadas por el pensador francés y el español ante el peligro que representa para la libertad toda “religión política”, me temo que es participar del mismo dogmatismo mostrar rechazo visceral a la iniciativa del Gobierno y el Parlamento por promover una Ley de Memoria Histórica en España, donde todavía permanecen en fosas comunes por descubrir, en todo el territorio nacional, víctimas inocentes del odio y la irracionalidad de una guerra fratricida y el fascismo de nuestro pasado reciente. Es bastante probable que la verdad ya esté inscrita en los libros de historia, pero todavía tiene que transitar, sin miedo ni obstáculos, por la calle para que los ciudadanos tengan posibilidad de vislumbrarla y alcanzarla por medio de la razón. Esa razón que nos permite distinguir la libertad y tomar partido por ella, sin que nos la concedan caritativamente ni tengamos que mendigarla penosamente, ya que la libertad, según la cita de don Quijote que reproduce el filósofo español, es aquello por lo que merece la pena arriesgar la vida.