Revista Opinión
Vuelvo por aquí, vuelvo a la anhelada cotidianidad de las cosas pequeñas y los placeres dosificados, bien medidos, sin ruidos ni ceremonias. Ahí dejo el 2012 para quien lo quiera, porque yo ya lo he tirado a la alcantarilla, como un pedazo arrugado de propaganda engañosa, como el prospecto de un producto milagro, como un papel higiénico demasiado áspero y poco consistente, incapaz de soportar tantas heces, tanto mal fluido, tanto hedor.
Abrazo 2013 sin ningún propósito, tan sólo el de dejarme llevar, bien atado a los cuatro cachivaches que importan, sobre los que construyo y reconstruyo lo que parece que soy, que voy siendo. Algunos van quedando en el camino, pero en lo que está en mi mano intento aferrarlos con fuerza: si se marchan, que no pueda recriminarme nunca que se alejaron por culpa mía, o que yo tuve algo que ver con la pérdida.
El cielo está bien negro, ahora que vuelvo a la normalidad, pero eso ya no es ninguna novedad. Decía que no tengo ninguna meta para el nuevo año, pero miento: mi objetivo será silbar bien fuerte, a cada momento, a pleno pulmón, por encima de las melodías tristes y los acordes aberrantes, huyendo de los días grises y de la mala gente como de la mierda. A toda esa gente, como al 2012, también los mando a la alcantarilla. Que hagan y deshagan lo que quieran, allí, en sus cloacas. Yo me quedo con el ridículo feliz, con la idiotez exultante. Así, como Oliver Onions cantando Orzowei.