Los chicos de Remedy en la época de Max Payne.
¿Me echabais de menos, lectores de Otakufreaks? Lo dudo, dado que entre Roy y el resto de excelentes colaboradores del blog habréis tenido material más que suficiente para reflexionar, discutir y divertiros, por no hablar de instruiros; además, mi ausencia por estos lares ha sido mucho más dilatada de lo que yo hubiera querido. Pero, por si se diera el caso de que me echarais en falta, aquí estoy de nuevo para hablaros de otro de mis temas favoritos: las pretensiones artísticas en los videojuegos.
Porque sí, es posible que a la industria todavía le quede mucho para madurar, pero desde fechas bien tempranas ha habido entre sus miembros algunos visionarios decididos a explorar sus límites con el fin de ampliarlos e ir más allá de la mera diversión; ahí están gente como Jordan Mechner con Prince of Persia o The Last Express, Benoît Sokal con sus múltiples aventuras gráficas (Amerzone, Syberia I y II, Paradise), Looking Glass y su memorable saga Thief, o la llorada Black Isle y su Planescape: Torment.
Todos estos juegos, y muchos más, son títulos que desafían la desafortunada afirmación del genial crítico de cine Roger Ebert, recientemente fallecido, de que “los videojuegos nunca podrán ser arte”; afirmación de la que, por cierto, acabó retractándose, aunque esa es otra historia para otro artículo.
Y entre los genios (o locos) que se han embarcado en este empeño hay una compañía que tiene un lugar especial en mi corazoncito: Remedy Entertainment. El primer título de esta desarrolladora finlandesa, un juego de carreras de combate en perspectiva aérea llamado Death Rally, no hacía presagiar los derroteros que iba a tomar en el futuro, pero sí que supuso la entrada en la compañía del que se convertiría en principal culpable de que tomaran ese rumbo: Sami Järvi, un licenciado en Filología Inglesa y Literatura por la Universidad de Helsinki y viejo colega de uno de los fundadores del estudio, Petri Järvilehto. Järvi entró en un principio para echar una manita a su viejo amigo con el guión de Death Rally, lo que puede que no le diera mucha oportunidad de demostrar sus talentos, pero sí que le sirvió para meter la cabeza en la desarrolladora a tiempo para participar en el que sería su proyecto definitorio: Max Payne.
En un principio, el proyecto que Remedy presentó a su entonces distribuidora, 3D Realms, ni siquiera se llamaba Max Payne, sino que lucía el título temporal de Dark Justice; fue el entonces jefazo de 3D Realms, Scott Miller, quien convenció a los fineses de basar el juego en la figura de un personaje central que resultara icónico, como su propio Duke Nukem, y que pudiera servir de base para una franquicia. Esto ofrecía por fin a Sami Järvi la ocasión que necesitaba para sacar a relucir sus estudios, construyendo una personalidad y una historia que servirían de base para el trabajo del resto de miembros de Remedy.
El resultado de ese trabajo salió por fin a la calle en 2001, y cogió a todos los jugones que no habían visto el primer tráiler del título en 1998 por sorpresa. Ya la portada era toda una declaración de intenciones, con esa imagen siluetada en negro sobre blanco del protagonista, empuñando una pistola y mirando por encima del hombro para ver si alguien le seguía, y ese cordón policial en primer plano que nos advertía “UN HOMBRE SIN NADA QUE PERDER – NO CRUZAR”. La idea de un juego de tiros con una trama currada ya no era tan extraña desde que Half-Life la popularizara tres años antes, pero había algo en Max Payne que advertía, ya desde su cara mas superficial, que quien se atreviera a instalarlo iba a encontrarse mucho más que un mata-mata.
Y lo era porque Järvi, que adoptó para este trabajo el seudónimo de Sam Lake (traducción al inglés de su verdadero nombre), empezó su trabajo en el juego creando a un personaje central memorable, un cimiento de sólida piedra para el resto del juego: Max Payne, quien hacía honor a su apellido (una corrupción del término “pain”, dolor en inglés) por culpa tanto de la trágica pérdida de su familia a manos de unos drogadictos dementes como de los horrores a los que tenía que sobrevivir a lo largo del juego con la única ayuda de su inquebrantable voluntad y de dosis exageradas de analgésicos. En su atormentada personalidad, expresada a través de barrocos monólogos rebosantes de enrevesadas metáforas, resonaban ecos de los héroes del cine negro americano, del temible Castigador de la Marvel (quien, al igual que él, perdió a toda su familia en un “minuto de Nueva York”, e inició a partir de ahí una sangrienta cruzada contra la Mafia), del John McLane interpretado por Bruce Willis en La jungla de cristal y del Hartigan de Sin City.
A este último parecido contribuía el genial estilo narrativo que los muchachos de Remedy adoptaron para las cinemáticas, representándolas en forma de viñetas de cómic de colores sombríos y sucios, que ayudaban a disimular (aunque no del todo) el hecho de que todos los personajes en ellas eran interpretados por miembros del estudio desarrollador, con el propio Lake reservándose el papel de Max. Esta forma de narrar la historia, salpimentada a ratos (contados) con cinemáticas más convencionales, reforzaba su atmósfera sombría y surreal, y hacía más creíbles algunos aspectos del guión que, de aparecer en una narración más convencional, resultarían excesivos.
Y lo cierto era que los aspectos excesivos no faltaban en la dura y sombría historia que Sami Järvi/Sam Lake construyó en torno a su personaje principal: una historia llena de traiciones, giros inesperados, descubrimientos que cambiaban todo lo que creíamos saber sobre la trama, y memorables adversarios y aliados que daban la réplica a Max a lo largo de sus tres noches de lucha por sobrevivir y vengarse, bajo el azote de una tempestad de nieve constante. Había no poco de “cliché de bolsilibro” en algunos de los ladrillos constituyentes de la trama, pero Järvi/Lake, lejos de avergonzarse de ello (lo que hubiera sido un error del que se habría resentido el guión), abrazaba dichos lugares comunes, los exprimía y les daba una nueva capa de pintura en colores fríos para devolverles la fuerza que una vez tuvieron. A nadie se le ocurría reírse de los delirios satánicos y milenaristas de Jack Lupino, ni de la horrenda conspiración corporativo-gubernamental de la que nacía la droga Valkyr, porque resultaban más que plausibles en ese universo de viñetas emborronadas y tiroteos con “tiempo bala”, y porque la narración interna de Max nos hacía sentir copartícipes de las tribulaciones y los horrores que sufría; y, como él mismo decía hacia el final de la primera parte de la historia, “nada es un cliché cuando te ocurre a ti”.
Eso no quiere decir que el juego tuviera miedo de emplear el humor negro; al contrario, ya fuera recargando las metáforas con las que Max se enfrentaba a su situación o por medio de alguna de las conversaciones entre los enemigos, incluía las suficientes dosis de risas incómodas para que las terribles revelaciones de la trama pudieran impactar con más fuerza. Los mejores de esos momentos combinaban el humor con el horror y las patadas a la cuarta pared , revelando a un Max drogado y moribundo su verdadera naturaleza como personaje de videojuego (¿o era de cómic?) y dejando que su reacción hiciera el resto.
Pero el toque definitivo que eleva la intensidad dramática a un perfecto equilibrio entre exageración y credibilidad es el modo en el que Järvi/Lake convierte el guión en una alegoría de los mitos nórdicos sobre el fin del mundo. Podía ser casualidad que el mejor amigo de Max se llamara Alex Balder, o que Jack Lupino tuviera como base de operaciones un club nocturno llamado Ragnarok; ya no lo era tanto que la compañía dirigida por la malévola villana principal fuera la corporación Aesir, o que Max recibiera la inesperada asistencia de un poderoso anciano tuerto llamado Alfred Woden en su lucha contra el entramado criminal tras la muerte de su esposa, o que el propio Jack Lupino tuviera delirios de ser el mismísimo lobo Fenris. Las pistas iban goteando en la mente de los que jugábamos, preparándonos para el momento en el que nosotros y Max descubriéramos el motivo de que la droga con la que traficaban sus enemigos, la que había provocado que unos dementes asesinaran a su mujer y a su hija recién nacida, se llamara Valkyr.
Y al descubrir lo que había detrás de Valkyr, el proyecto Valhalla, y la verdadera razón de la muerte de la familia de Max, la revelación nos golpeaba con la fuerza del martillo de Thor: estábamos en el Ragnarok personal de Max Payne, y al final del camino nos esperaba el trapacero dios Loki, encarnado en la figura de la amoral Nicole Horne, villana principal del juego y responsable de todas las desgracias de Max. Sólo que aquí no tenía por qué acabar como en el mito original: teníamos a Odín de nuestro lado en forma de siniestro senador con una sociedad secreta bajo su control, y teníamos el fuego de la venganza ardiendo por nuestras venas.
Y así, tan implicados emocionalmente como el propio Max, ascendíamos la torre de Aesir hasta estar, como decía su eslogan, “un poco más cerca del cielo” y abatir al traicionero dios/diosa de la mentira. No había nada de casual en que la ventisca por fin clarease justo al morir la villana principal, dejando ver por fin las estrellas al torturado Max; permitiéndole estar, por fin, un poco más cerca del cielo.
No está mal para un juego de tiros comercial, ¿eh?
Lo cierto es que la profundidad narrativa de Max Payne es difícil de transmitir en pocas palabras, y ofrece material de sobra para disertar y analizar; existen tesis doctorales que han analizado el juego, ya sea tomándolo como objeto central de su discurso o como parte de una materia más amplia, y cualquier publicación de videojuegos más o menos seria ha escrito ríos de tinta sobre el juego. Incluso jugándolo hoy en día, pese a que los gráficos no han envejecido nada bien y la jugabilidad se antoja muy anticuada (ese arsenal desmesurado tipo Doom…), la historia sigue capturando la imaginación y estimulando a jugar el juego hasta el final. Pocas cosas mejores se pueden decir de un juego de hace más de once años.
Pocas cosas, excepto que era un prólogo excelente de lo que Remedy y Sam Lake nos iban a ofrecer en el futuro.
Artículo escrito por Pequeño Perdedor (@Pequeo_Perdedor) de La Página Negra