Revista Opinión

Reminiscencia

Publicado el 22 octubre 2018 por Carlosgu82

Despierto adolorido. Piernas sin fuerza, brazos que parecen de muerto, ojos caídos y grandes ojeras que parecen mantener una conversación desde mi infancia. Mi vientre que antes tenía un hermoso acabado, ahora deja paso a una forma hueca y delgada.

El tiempo, en las noches se acerca a mí y me susurra que no hay marcha atrás y en ese instante, se hace grande y comienza a acelerar motores como un loco. No le interesa que mi enfermedad se agudice. Yo sigo enfermando físicamente, sin importar qué tanto deseo estar bien.

De repente me encuentro en el baño, con todas esas luces, el espejo y las toallas. Me dan ganas de mirar la hora, en el reloj vetusto de la pared. Son las 5 de la mañana. Recuerdo lo que me decía mi esposa, que falleció hace dos semanas –Gracias por estar a mi lado durante todos estos años. Recuerda siempre que te amo– Entonces me miro en el espejo pero no veo al hombre que ella amaba. Estoy diferente, lo siento en la mirada. Los años pesan, tanto, que me sacan hernias y no puedo disimular el dolor.

Ahora tengo hambre, de camarones empanizados, claramente estoy hablando de los que hacía ella. Los rebozaba en huevo y luego los echaba en la mezcla de coco. Luego los ponía al horno a 200°C, claro que antes, los rociaba en aceite de oliva. Lo recuerdo porque apreciaba verla. Los detalles son valiosos.

–Tengo hambre pero no comeré camarones– me digo al salir del baño.

–Mejor agarro un libro para dejar de pensar en ella–.

Todo es silencio. Un largo silencio. Pero nadie sabe las horas que estuve esperando el ruido. Esperando que alguien hiciera algún maldito ruido, quizá tocar la puerta o que los vecinos hagan alguna fiesta. Nadie piensa ni en visitarme. El teléfono, aunque suene por error me emocionaría. Lo esperaba con ansias pero en todos estos días, ni una sola vez sonó.

Trato de dejar de pensar y me dirijo a la biblioteca. Miro un cuaderno verde. Pero el cuaderno que veo, no es uno cualquiera. Se trata de su último diario.

Lo extraigo y me doy cuenta que dentro, hay una foto. Somos los dos a los veinticinco años. Con pupilas dilatadas por el flash de la cámara. Abrazados con singular fuerza y que hasta ahora puede hacerme estremecer. Pienso que no volveré a estar bien sin ella.

Sé que la necesito, pero no está aquí. Falleció y ni un atisbo de su esencia viene a saludarme. Solo son recuerdos, que me llaman a vivir de ellos.

Pasan horas y horas, concentrado en dicha foto. De pronto una voz tenue en mi cabeza se hace notar–Debe ser terrible para ella estar en la otra orilla–

Entonces me hago consciente que no voy a mejorar.


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