Desde la época de Heráclito, nos gusta comparar al tiempo con un río. Un río enorme, lleno de bifurcaciones y meandros, pero al que solo podemos acceder mediante la memoria. Hoy lo he estado remontando. Lo primero que vi fue a mi padre, con una felicidad casi infantil cuando se enteró de que yo era profesor de la UCR. Luego me traslado a una capilla. Una feliz y joven pareja me saluda. Ella me sonríe mientras él me invita a acercarme. Hace poco más de una semana me llegó la noticia de la muerte de mi padre. El joven también falleció, hace unos meses. Mi tía también me dejó en agosto. Me consuela pensar que el tiempo es un río permanente y que en algún recodo, la alegría que ellos experimentaban sigue existiendo.
Un día ya no remontaremos el tiempo con la memoria. Su corriente nos alcanzará y traerá, por un instante, todos los momentos que hemos vivido. Luego, nos convertiremos en pasado para los seres que amamos. Mi esposa y mis hijos dan sentido y alegría a mi vida. Espero que cuando yo falte, ellos sepan que la felicidad que me dan y el cariño que les tengo siguen aquí, intactos, en este recodo del tiempo.
Decía Spinoza que las fuentes de nuestra tristeza son las mismas de donde manó nuestra alegría. El dolor para él, como más tarde para Freud, es un arroyo de felicidad detenida, estancada porque no encuentra el objeto donde desembocó una vez. Es un abrazo dibujado en el aire, que no encierra a quien estaba destinado. Son palabras que no se dijeron, regalos que no se dieron… Los abrazos que dimos a los enfermos fueron angustiosos, mezclados con la conciencia de que pronto dejarían de estar con nosotros, era como abrazar fantasmas. Si un día, como sueñan los creyentes, pudiéramos volver a ver a quienes han partido, el universo sería pequeño para contener la alegría de un reencuentro libre de la tiranía del tiempo, del desgaste y la muerte. Si el reencuentro es imposible, solo queda el estoico consuelo de que las fuentes de nuestra tristeza se sumirán en la nada con nosotros, cuando dejemos de ser.