Reescribir la historia es imposible. Lo sucedido, mal que nos pese, ocurrió como pasó. Una guerra mal llamada civil es la más cruel de las contiendas. La más incivil si cabe. Hermanos contra hermanos, familias contra familias. La del 36 en España fue una de las más atroces que la historia recuerda. Por su ferocidad, por su odio, por las consecuencias que en una sociedad dejaron tres años funestos. Los que vivieron aquellos días solían hablar con horror de lo acontecido. Seres inhumanos poblando las calles de los pueblos y ciudades, ávidos de sangre y venganza.
En una guerra de este tipo no existen los buenos ni los malos. Esa sería la lectura más sencilla del asunto. Durante casi cuatro décadas a los españoles se nos instruyó diciéndonos quiénes eran los vencedores y quiénes los vencidos. De poco sirvió. Todos somos conscientes hoy de los desmanes cometidos en uno y otro bando. Y de los ideales que a algunos les llevaron a luchar por lo que creían defender. No hay familia donde no haya partidarios y detractores de los unos y los otros. Una lucha tan cercana tiene esos inconvenientes.
Pasados 75 años, el dolor permanece en quienes tuvieron que soportar la postergación y el olvido. Estos días se plantea remover tumbas en uno de los símbolos de aquella contienda: el Valle de los Caídos. Se dijo en su día que este era un monumento a los muertos de la una y otra España, aquellas de las que Machado hablaba que habrían de helarnos el corazón. Y hay razones de justicia para reponer la ingratitud, la omisión y el abandono para con una parte de esas víctimas, aquellas que se dijeron perdedoras. Pero lo que será difícil de entender a estas alturas es que se planteen otros argumentos que colateralmente tienen relación con una reposición que sería de probidad.
Lo diré más claro: si alguien cree que sacando la tumba de Franco de aquel mausoleo se compensa el ostracismo para con los caídos y enterrados en las cunetas de nuestro país, se equivoca. España, con la que tenemos encima, no está para inmolar más mártires. La historia de un país es la que es, aunque nos cueste entenderlo. Así de cruda y descarnada a veces. Sería tanto como si ahora pretendiésemos reivindicar el triunfo de la Grande y Felicísima Armada que enviara Felipe II a invadir Inglaterra para destronar a Isabel I. Y resulta evidente que aquello no fue algo de lo que debamos sentirnos orgullosos los españoles, precisamente.