Revista Sociedad

Renacer

Publicado el 18 noviembre 2015 por Bloggermam

simulador-de-cremacionEl llanto estentóreo pugnaba en sonoridad con las brutales palmadas contra la tapa del ataúd. Una y otra vez. ¡Blam! ¡Blam-blam! Incesante desesperación. El eco del sonido retumbaba lúgubre en la sala en la que se iba a proceder a incinerar al difunto. Mientras, los asistentes apartaban de su mirada el duelo dejando paso a la perplejidad que provocaba el hombre adherido con energía al féretro. El aire se sentía denso de desgarradores gritos de dolor infinito acompañados de palabras ininteligibles propias de quien ha perdido la cordura por la pérdida de un ser querido.

Había sido imposible separar al doliente hermano de la lujosa y hermética caja de caoba durante el día largo de velatorio. Incluso en momentos de debilidad en los que el hombre parecía dormir abrazado al féretro nadie osó acercarse para quebrar su voluntad y obligarle a descansar. El miedo a la violencia de sus violentas reacciones mantenía varios metros de distancia entre el ataúd y los dolientes.

Los asistentes se acomodaron a aquel esperpento como quien se acostumbra a la arena incandescente de la playa, consintiendo el comportamiento impropio del millonario desesperado por el fallecimiento de su hermano. El cansancio de aquel tétrico velatorio había dejado unas profundas huellas en el doliente potentado, extremadamente ajado por la fatiga.

Tan extraña resultaba la desmedida desesperación del hombre, como el hecho de que nadie tuviera noticia de la existencia del hermano. Muchos combatían el estupor comentando el rumor sobre la supuesta vida disoluta que había acabado prematuramente con la vida de aquel, desconocido para los asistentes, hermano pobre.

A pocos segundos del comienzo de la incineración era imposible arrancar a aquel hombre maduro, ajado por una vida de excesos, de aquel sólido féretro.

Sólo se separó del ataúd cuando éste comenzó a desplazarse automáticamente hacia el horno crematorio. E incluso en ese momento, el hombre ya separado para siempre del féretro de su hermano, gritaba con atronadora voz de demente:

¡Ayuda! ¡Vive! ¡Socorro! ¡Por dios socorroooo!

Cayó al suelo exhausto. El féretro desapareció de la vista. El horno crematorio se lo tragó y comenzó a devorarlo. El duelo había terminado. Los más valientes se acercaron a para poner en pie al hombre. Al ver que éste estaba completamente relajado la cohorte de aduladores que acompañan a los millonarios se volcó en falsas palabras de consuelo y en falsos ofrecimientos para aliviar el pesar que provocaba la perdida de su hermano.

Pero nada de lo que acontecía alrededor parecía afectarle. Su rictus muy ajado, pero relajado ignoraba el avispero de caras expectantes que le rodeaba y caminaba lentamente buscando la salida del tanatorio hacia una nueva vida. La vida que su hermano había disfrutado hasta ahora y que ahora le pertenecía a él.

Nadie de los que le rodeaban podía interpretar la sonrisa perversa que afloraba en su rostro. Nadie había pedido hacer la autopsia de un harapiento borracho. Nadie se percató de los gritos y golpes desesperados que provenían del ataúd. Nadie comprendería jamás el obsceno susurrar entre dientes que se hizo habitual en él: “El rico al hoyo y el gemelo al bollo”.


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