Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en revista internacional Amazing Stories, Hillsboro, NH, el 15 de mayo de 2018)
Rendición (Alfaguara, 2017) es el título de la novela del español Ray Loriga, ganadora del Premio Alfaguara de 2017. Por su argumento podemos leerla como una novela posapocalíptica dentro de la ciencia ficción: el mundo ha sido devastado y lo que queda se está a merced de una guerra que va minando los últimos rincones donde todavía han quedado familias casi escondidas de los bombardeos y de las matanzas. El nuevo gobierno se encarga de recoger a las familias sobrevivientes y recluirlas en una ciudad transparente donde se ha efectivizado una especie de utopía, con el costo social que esto supone, el renunciamiento a diversos derechos.
Loriga nos presenta una novela de lectura ágil construida con un lenguaje claro y sin muchos giros, provocando que vayamos imaginando primero la resistencia de la familia en cuestión y luego su resquebrajamiento. Relatada en primera persona, parece ser una obra “testimonial” de un tiempo límite en el que todo está suspendido y, del mismo modo, un tiempo y espacio en donde la vida se siente frágil.
La estrategia del testigo de un tiempo futuro es desde ya la clave de esta novela si pensamos que “testigo”, en el sentido que discute el filósofo italiano, Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo, Homo Sacer III (Pre-textos, 2000), es alguien que se antepone con su verdad, puesto que ha vivido lo que ha vivido y es capaz de decir algo de ello: el narrador es el mismo que, pese a soportar el peso de la desgracia de la guerra, pese a vivir cómo el nuevo Estado absolutista le obliga a estar desnudo a su control, pese a que no desea vivir ese mundo y trata de escapar, en todo ese proceso de rendición, es capaz de expresar algo de su angustiosa situación, es decir, de explicar que, aunque haya fuerza sobrehumana, un poder superior, indescriptible, va destruyendo todo, desde lo físico-corporal, hasta lo emocional y lo sensible.
Loriga hace un ejercicio notable de mostrar a un personaje que debe tomar decisiones, que quiere buscar algún intersticio para poder respirar y, sobre todo, tratar de hacer que su familia, lo que queda de ella, siga aunada. Sus hijos mayores han sido capturados y enviados a la guerra y como, tratando de seguir con la idea de una familia pilar, esconden a un niño que no es su hijo, a quien él y su esposa cuidan como si fuera tal. Entonces, lo que el autor transmite es esa sensación de miedo, de inestabilidad, de estar a expensas del ataque de una fuerza exterior de la cual se conoce algo a través de los rumores. El primer tramo de la novela es la presentación de ese testigo-padre que trata de no renunciar a la esperanza de volver a vivir en paz: lo único que queda de ellos es la imagen de una familia con un hijo postizo a quien quieren cuidar, más aún cuando este es mudo. Es interesante, en este sentido, el contrapunto de un testigo-padre que narra y la presencia de ese niño incapaz de decir algo, como el que ha nacido para no decir nada de las atrocidades que le toca vivir.
El segundo tramo de la novela se sitúa en la ciudad transparente donde la familia ha sido remitida tras una limpieza de sobrevivientes de la guerra. Uno puede pensar que frente a la guerra exterior esa ciudad es un reducto, un emplazamiento de paz. De hecho, Loriga parece mostrárnosla así, aunque él mismo se encarga, mediante el testigo narrador de hablar de ella y lo que aquella supone: un mundo altamente tecnológico, híper moderno, con la curiosa característica de que todos los edificios y predios son transparentes. Es decir, todo está expuesto a la mirada y al control. El problema está en que ya nadie se preocupa de mirar y de ser mirado; la vida cotidiana en dicha ciudad transcurre sin la más mínima sensación de pudor: sus habitantes trabajan, hacen sus actividades caseras incluso hasta cierta vez desnudos… Cada cual tiene tareas definidas y hay una vigilancia extrema que es asumida como tal por todos. En ciertas novelas y películas posapocalípticas contemporáneas, pese a que hay ciudades instaladas como utopías perfectas, siempre hay facciones de resistencia en su interior o en sus márgenes que conflictúan justamente la perfección lograda; en la novela de Loriga, Rendición, esto no se da y el autor tampoco las ilustra: he aquí la diferencia narrativa que transforma su obra en una inteligente representación de cómo el poder, un poder invisible, un poder omnímodo, ha capturado en su totalidad la actividad y el estado de ánimo de sus habitantes. Se trata de una atmósfera opresiva, aunque el mundo se pretenda transparente y luminoso. Es el retrato de una utopía que no es tal, aunque se nos diga que ese podría ser el mundo mejor, y más bien el de una antiutopía, es decir, de un emplazamiento del que uno quisiera salir, aunque la vida y la atmósfera sean prometedoras.
La ciudad transparente de Loriga es una cita a la obra de Yevgueni Zamiatin, Nosotros (1920) y esta misma idea de ciudad inspiró a una novela boliviana de Armando Montenegro, Víctima de los siglos (1955). En la de Zamiatin el Estado opresivo rige una ciudad toda de cristal, donde todos y todo puede ser vigilado: el modelo de la distopía que se anticipaba al extremo del régimen comunista en la obra del ruso es claramente una lectura política de las condiciones en las que el ser humano y la sociedad que forma terminan siendo subsumidos por el poder, hasta quitar su voluntad; en el caso del boliviano Montenegro, su ciudad es más bien utópica, donde la perfección llega a obligar a que cada ciudadano tome la decisión de matarse como una decisión moral “justa”. Loriga, pienso, si bien toma en cierto grado la referencia de Zamiatin, también lo hace de Montenegro en cuanto a que muestra en Rendición un régimen biopolítico que sitúa a sus ciudadanos en el interior de una ciudad, los define con un tipo de trabajo, les obliga a ser expuestos y, al mismo tiempo, a que ellos mismos sean los reproductores, mediante sus cuerpos y sus acciones, sus pensamientos y sus deseos, a conllevar el poder y a lograr su ejercicio sin tener que llamar en sí mismos a la autoridad.
La potencia de la novela Rendición es precisamente eso: de pronto la ciudad transparente se antoja como el emplazamiento donde el poder se ha incorporado, se vuelto carne y todos lo ejercitan y, al mismo, son anulados por dicho poder. Esto explica el que el personaje central de la novela, ese testigo-padre termine limpiando los desechos de las tuberías y transporte cargamentos de excrementos, tal como hacen otros ciudadanos sin chistar, en la medida que todos han asumido la “necesidad” de un mundo pulcro, limpio, blanco y transparente. Las políticas del cuerpo es limpiarse, bañarse y quitarse el olor: ese mundo de asepsia total, en definitiva, es el de una especie de mundo sin vida, sin color, sin textura y sin sentimientos.
El poder mismo que se ejerce en la ciudad transparente de modo absoluto hace que, de pronto, vaya a vivir al departamento transparente de la familia del protagonista, un inspector psicólogo, con la misión de ayudar en la parte emotiva al niño mudo. Lo curioso es que este se “apoderará” del cuerpo y de los sentimientos de la esposa de nuestro testigo-padre. La idea es que en ese mundo ya no existe, ya no debe existir la familia, y las relaciones se vuelven materiales, descentradas de todo sentimentalismo.
Dados estos rasgos, planteemos, en el mismo sentido de Agamben y su lectura desde la biopolítica sobre el testigo, este quien ha podido sobrevivir a los campos de concentración nazis y puede hablar desde la profundidad del horror sobre su experiencia de haber presenciado al rostro de la muerte estando en vida, que la representación de la ciudad transparente en Rendición es claramente la del campo de concentración.
La ciudad transparente es un campo. Agamben dice en Medios sin fin (Pre-textos, 2001) que los campos nacen del estado de excepción y de la ley marcial; su prevalencia “jurídica”, según el filósofo, es cuando dicho estado de excepción se convierte en regla bajo el argumento de que se debe defender la libertad restringiéndola. Si en un estado de guerra el estado de excepción prima, en un momento en el que la guerra ha desaparecido, el estado de excepción que es temporal, de pronto se “espacializa”, se vuelve espacio, emplazamiento, haciéndose permanente. Tal el análisis de Agamben sobre cómo los campos de concentración terminaron siendo espacios invisibilizados por el régimen nazi para poder mantener su supremacía sobre la población: la guerra debería verse como una condición para lograr la libertad, pero en los campos se debía suspender la libertad porque sus encarcelados eran la misma guerra que el régimen nazi libraba.
En la novela Rendición de Loriga tal fórmula se puede aplicar: la ciudad transparente es un campo donde se ha suspendido la libertad y se sigue haciendo creer a todo el mundo que la guerra continúa; todos, al mismo están atrapados en esa especie de cárcel de cristal en el que han renunciado a su propia libertad e identidad; todos son nadie, todos son expuestos y vistos, todos trabajan sin que haya aliciente alguno, salvo que “creen” vivir en una utopía artificial, todos se apoderan de los otros como cuerpos vacíos, pues el poder se ha encargado de vaciar de contenido las existencias de cada uno de los ciudadanos y familias. Por ello, la representación de la familia se va deteriorando: el problema es que no hay diálogos de violencia, de confrontación entre la pareja, no hay actos o situaciones que nos hagan pensar como tal; lo que Loriga va contándonos es cómo ese poder superior, biopolítico, desestructura la voluntad hasta que cada uno renuncia a su propia libertad.
Y he aquí un hecho fundamental en la novela de Loriga: ese mundo transparente donde el ejercicio del poder biopolítico ha quebrantado toda voluntad hasta volverla inanimada, casi como la de algún tipo de zombi (Agamben diría, refiriéndose al campo de concentración, el musulmán, un ser humano que se convertía en un ser no-humano, desprovisto de voluntad y deseo, en el límite de su existencia), implica una sociedad de la igualdad total, el “infierno de lo igual”, es decir, de una forma de totalitarismo que captura lo que puede integrarse y elimina lo que se debe eliminar. Esta idea la plantea el filósofo coreano Byung-Chul Han en su La sociedad de la transparencia (Herder, 2013). La discusión es acerca, luego de todos los desastres humanitarios, de la igualdad: en la familia, su riqueza es la diferencia y el diálogo que es posible en su seno. Han señala que el modelo de la sociedad transparente es el de una donde se ha despolitizado todo y se ha vuelto funcional a los individuos al sistema de poder que oprime. Si se ha anulado la riqueza del diálogo, entonces es posible gobernar, es decir, imponer la voluntad coartante. De ahí que la sociedad transparente es más violenta que aquella que no lo es: por lo menos, en la sociedad no transparente, la diferencia da los matices de la violencia, pero en una que por fuerza se ha suprimido la diferencia de la libertad, la violencia se ejerce en todos los niveles sin que cada individuo sepa de dónde procede y cuál es su finalidad.
Frente a la persistencia de un estado de excepción y de una vida sin voluntad en la transparencia, el personaje central, el testigo, el testigo-padre cree que su hijo adoptivo le ha hablado y la ha comunicado el deseo de escapar. Tal esperanza es casi animal y a la vez paradójica, pues, cuando sale por fin de la ciudad, se da cuenta que puede escapar. Sin embargo, la cuestión es si realmente ha escapado. El testigo-padre, ese narrador, tiene que aceptar finalmente su rendición. El poder es superior; esa sociedad totalitaria le ha enseñado que en realidad su poder no está en la prisión, sino en el reconocimiento de que no existe libertad: el ser humano, parece decirnos Loriga, ha vivido siempre en la fantasía de una supuesta libertad, llámese el régimen o estado de cosas que haya vivido.
Hay que reconocer que en la novela Loriga es un desencantado, tiene una visión negativa de la realidad. Es claro pensar que hoy en día los regímenes supuestamente democráticos se han vuelto más totalitarios que los propiamente totalitarios. Sin embargo, Loriga, contra lo que estoy afirmando, no es del todo negativo: reconoce, al modo del filósofo Han, la positividad política de la transparencia, de la paradójica situación en la que vivimos en la sociedad de la información y el conocimiento: el exceso de todo hace que estemos más ciegos y mudos ante lo que se nos presenta; lo transparente de la sociedad de la información hace que esta sea más oscura. Por ello el personaje central –y esa es la cuestión que nos deja en suspenso– cree, piensa, tiene la certeza que su hijo adoptivo, este niño mudo, le ha hablado, le ha impelido a escapar. Cuando ello sucede, es decir, cuando escapa hacia la luz, reconoce, por fin que la victoria del escape es saber que otros lograron la victoria y uno está expuesto, por eso mismo, ante tal conocimiento, a la muerte. En la novela nada y todo se conoce.
Ray Loriga es un novelista que en tercera ocasión explora la ciencia ficción –fuera de otras novelas con otros tintes y géneros–: la primera fue Tokio ya no nos quiere (1999) y Trífero (2000). Rendición confirma que es un autor que usa la ciencia ficción en el sentido de una ciencia ficción blanda para hablar de temas de interés social y político.