Una buena excusa para ponerse al día son los cumpleaños familiares. Llamo a mi prima para felicitarla y me cuenta cómo están sus hijos, sus padres, su marido y las últimas novedades. Yo no tengo hijos, pero tengo pacientes y algunos parecen casi adoptados, tanto es así que algunos de mis compañeros opinan que les malcrío. No sé qué habría sido de mí en caso de haberme convertido en madre. Sin duda, la naturaleza es sabia.
¿Qué tal por el hospital? me pregunta mi prima.
Bien, con mucho trabajo. Mañana tengo día de Rendu-Osler.
¡Qué bien! Así luego nos lo cuentas en el blog.
Su respuesta me sorprende y se lo comento a House en la cena.
La culpa es tuya, me dice. Has convertido una enfermedad y su tratamiento en una anécdota.
Su acusación me hace pensar. ¿De verdad frivolizo el tema? En mi defensa diré que no es mi intención, cuento lo que sucede y no lo exagero en absoluto, ¿para qué?, si no le falta emoción. Por un lado está la tensión del paciente, el miedo al dolor, a sangrar. Mi mejor arma para calmar su angustia es ganarme su confianza y para eso no basta con ser amable, también tengo que aparentar seguridad. Hablo, hablo mucho, procuro explicarle, distraerle, les doy toda la información posible, House dice que cuando estoy nerviosa hablo de más y hasta puedo parecer algo tonta, no suena muy tranquilizador, de lo que estoy segura es de que más de uno sale de la consulta con la cabeza como un bombo.
La mañana va a un ritmo casi trepidante. Aparece el primer paciente acompañado de sus hijas. El tiempo necesario para infiltrar a uno es el mismo que el de dos, si son de la misma familia y pasan juntos. En el caso de tres no se tarda mucho más. Los familiares hacen turnos en el sillón. Empezamos por la anestesia, miro y coloco los algodones en el primero, le sigue el segundo y luego va el tercero. Separo el instrumental de cada uno en sus correspondientes bateas y les pongo el nombre para que no se mezclen. Si el sangrado es reciente, suele ser preciso cambiar los algodones por otros para limpiar los restos secos de sangre y costras de la nariz. Preparo las inyecciones, la aguja de cargar les asusta, el residente les aclara que no es con ese monstruo con lo que pincho, les enseña la buena y se tranquilizan. Empiezo a infiltrar. El primer pinchazo es introductorio, le sigue otro rato de anestesia. Durante la espera de uno, me dedico a otro (y a otro). No hay tregua, uno se levanta y otro se sienta mientras me cambio de guantes y de bandeja. Yo no me siento, no puedo.
El proceso lleva su tiempo. Mientras tanto aparecen más enfermos, también suben algunas urgencias. El siguiente paciente es único, pero bastante complicado, durante la anestesia aprovecho para ver las urgencias en la consulta de al lado. La enferma está nerviosa, no le faltan motivos, y mi cháchara no basta. Salgo a la sala de espera a por refuerzos, le pido ayuda a una de mis pacientes más antiguas, a veces nada como otro que ha pasado por lo mismo para sentirse comprendido.
Voy despacio, hay casos que las prisas solo empeoran las cosas y este es un buen ejemplo. Todo ha de hacerse con delicadeza, nada de movimientos bruscos. Pinchazo y algodón, espera y repetir, poco a poco. Amenaza con sangrar, lo intenta un par de veces pero se controla. La paciente aguanta, y es largo, y le hago daño, hay zonas malas y tengo que pinchar mucho. Es un caso difícil y una nariz mala, ¡ojalá vaya bien!
Más urgencias. Entre medias varío de actividad y dreno un absceso. Los siguientes también vienen en grupo, las enfermedades hereditarias tienen eso, que afectan a varios miembros de la misma familia, y siempre es mejor ir al médico acompañado y pasar juntos el mal trago. Sigo la misma rutina: turnos de anestesia, turnos de pinchazo, cada uno con su bandeja de instrumental. Se cuela una espina de urgencias entre medias, pero solo lleva un momento. Fuera, otra paciente espera. Es su segunda visita, le toca la otra fosa, está mejor, me dice que nota que ha ganado independencia, que estaba empezando a aislarse por miedo a salir y sangrar y que eso ya no le pasa. La primera vez fue difícil, en esta ocasión es casi un paseo.
Hay una paciente, con un oído que no me gusta, que le dije que viniese para echarle un vistazo y comprobar qué tal le iba el tratamiento. No se ha curado aún pero al menos ya no le duele. Una de la casa me pide un favor para un familiar, le explico que tiene que esperar, pero no le importa. Lo veo al terminar. Noto las piernas pesadas. El residente no debe de estar mucho mejor porque cuando le digo que si bajamos a la urgencia a ver si queda algo pendiente me dice que no sería mala idea descansar cinco minutos. La auxiliar le secunda, de hecho me sugiere que me tumbe un rato en la camilla para reponerme. No es para tanto, pero no le digo que no a un poco de café y una galleta, aunque sea la hora del aperitivo.