Hace unos días el denominado Club de las Malasmadres puso en marcha una iniciativa que bajo el lema YO NO RENUNCIO, trata de reunir firmas para conseguir avances en conciliación laboral y familiar. El objetivo es conseguir 100.000 firmas para demandar incentivos fiscales para las pymes que implanten la jornada continua con flexibilidad horaria.
La petición está muy vinculada a las mujeres y a las renuncias que se ven obligadas a asumir. Renunciar al desarrollo profesional, al cuidado de sus hijos o incluso renunciar a ser madres son sólo algunas de las amargaderas del día a día de muchas mujeres pero hay más. Yo echo en falta en esta petición las renuncias a las que se ven obligados muchos hombres sin ser conscientes porque socialmente están en otra onda y no saben que hay cosas que se están dejando, como participar en la crianza de sus hijos, que tiene sus menos pero también sus más.
Aunque ellos no tienen tanta presión social en esto de la paternidad, opino que sus renuncias en el ámbito personal son mayores porque hay cosas que directamente se les vetan si hay una mujer que pueda hacerlas. No es lo habitual que un hombre salga del trabajo a mitad de la jornada para llevar a un niño al médico, para ir a una reunión con el tutor en el colegio (sí, también ponen las reuniones en tu horario laboral) o que se quede en casa a cuidar a un niño enfermo.
Hace poco me he encontrado en la televisión con un anuncio que me molesta especialmente porque intenta vestir de normalidad algo que la mayoría de quienes lo padecen lo viven con angustia por no poder llegar a todo, por vivir siempre con la lengua fuera o por no poder estar donde deberían porque un horario rígido y unas condiciones laborales inflexibles se lo impiden. El anuncio en cuestión muestra a una madre (siempre es una mujer) que tuvo que trabajar todo el domingo y que no pudo llegar ningún día de la semana a tiempo para recoger a sus hijos del colegio. A ella, impecablemente peinada, esto no le importa nada porque se viste con su look más roquero y corre a disfrutar de una actividad lúdica con sus hijos mientras todos comen chocolate.
No ayuda que desde la publicidad, ese reflejo cada vez más distorsionado de lo que es la vida, se quiera vender como normal y hasta satisfactoria una situación que apena a mucha gente, hombres y mujeres que quieren formar parte real de la vida de sus hijos y no sólo de los buenos momentos mientras el colegio, un cuidador ocasional o, con suerte, los abuelos se ocupan del resto.
Me molesta también esa frase hecha que asegura que lo importante no es la cantidad, sino la calidad del tiempo que puedes ofrecer a los demás.
Me molesta porque yo lo que quiero es tiempo en cantidad, todo el tiempo que pueda conseguir para echar broncas, meterme con la ropa que llevan puesta, revisar las cabezas en busca de piojos, hacer una trenza, enseñar a coser un botón, borrar la tarea si está mal hecha y hacerla repetir hasta que quede bien o echarme con ellos en el sofá a dormitar porque no tenemos nada mejor que hacer. Quiero estar cuando me necesiten y también cuando quieran enseñarme una araña que está colgando del techo y eso sólo se consigue con más tiempo. Honestamente, me da igual la calidad.