En 1996 José María Aznar consigue, no sólo el retorno de la derecha al poder, sino liderar una nueva generación de políticos conservadores (sin Fraga ni ninguno de sus “siete magníficos”) que no había participado en la Transición. Su primera legislatura, sin mayoría suficiente, fue relativamente condescendiente con los nacionalistas que apoyaron con sus votos al Gobierno (se refirió a ETA como “grupo de liberación vasco” y aseguró “hablar catalán en la intimidad”), pero tras el brutal asesinato del concejal de su partido Miguel Ángel Blanco, mantuvo una línea de mayor firmeza contra el nacionalismo que amplió el respaldo social a su partido y, por consiguiente, la consecución de una mayoría absoluta en su segunda legislatura.
Aznar, un funcionario del cuerpo de inspectores del Ministerio de Hacienda, había militado en su juventud en organizaciones de ultraderecha antes de desembocar en la Alianza Popular de Manuel Fraga, donde moderó su conservadurismo con el ideario del liberalismo cristiano, que determinaron las propuestas más liberales y menos estatistas del refundado Partido Popular, con el que ganó las elecciones. Desde el principio, sus gobiernos se dedicaron a proyectar una idea nacional de España, un nacionalismo español que definía su patriotismo político, y a aplicar en la economía las fórmulas liberales más ortodoxas, que propugnan la desregulación económica, el adelgazamiento del peso del Estado, la privatización de empresas públicas, bajadas de impuestos y el resto del recetario del liberalismo económico. Heredando una coyuntura favorable, las medidas económicas de Aznar y su equipo produjeron unos buenos resultados, materializados en un crecimiento económico notable y el saneamiento de las finanzas.
En lo económico, pues, la derecha gobernante con Aznar consiguió el mayor crecimiento económico y de creación de empleo en la historia de España, como consecuencia de esa liberalización de la economía y de una fuerte contención del gasto del Estado. Además, la privatización de aquellas empresas públicas calificadas como las “joyas de la corona” propició el ingreso de ingentes sumas de dinero a las arcas públicas. Es notorio que ello significó, por ejemplo, el final jurídico del monopolio de Telefónica, cuya presidencia cedió a un leal amigo de estudios, quien utilizó la fortaleza económica de la compañía para intentar doblegar al grupo de comunicación Prisa, editor de El País, el diario de mayor difusión de España, y propietario de la plataforma de televisión privada Canal+. Otras empresas privatizadas fueron la eléctrica Endesa, la petrolera Repsol, la siderúrgica Aceralia, la bancaria Argentaria, la tecnológica Indra y la manufacturera Tabacalera, entre otras. Excepción aparte fue el ente público audiovisual RTVE, que se conservó, a pesar de su abultado déficit, bajo las directrices del Gobierno, que no dudó en utilizarlo mediáticamente a su favor, recurriendo a procedimientos descarados de manipulación y sectarismo político. Nunca antes la credibilidad y la objetividad de la Televisión pública había sido tan baja.
En lo concerniente al empleo, el crecimiento económico y la flexibilización del mercado del trabajo se tradujo en una disminución notable del desempleo, pero también en la precarización de los contratos y la austeridad presupuestaria, llegándose a congelar el salario de los funcionarios, en 1997. Además, se procedió a liberalizar el suelo urbanizable, lo que incentivó la construcción de viviendas, pero también el inicio de la llamada “burbuja inmobiliaria”, de efectos retardados. No hay que olvidar que, en lo económico, la entrada del euro y la desaparición de la peseta, con una política monetaria dependiente del Banco Central Europeo, fue sumamente beneficioso para la saneada economía española, potenciando su crecimiento y estabilidad.
En lo social, Aznar emprendió una reforma del gasto rural que contemplaba la paulatina extinción del Plan de Empleo Rural (el conocido PER), que estaba destinado a los jornaleros de Andalucía y Extremadura, y la supresión del subsidio por desempleo agrario, aunque durante las negociaciones aceptó una cobertura alternativa. Durante aquellos años, España fue el país de la UE que menos ayudas ofrecía a las familias más necesitadas y el que menor porcentaje del PIB destinaba al gasto social.
No menos conflictiva, a lo largo de las dos legislaturas, fue la reforma de la Educación, tendente a sustituir la LOGSE socialista por la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) del Partido Popular. Además de reintroducir la asignatura de religión en el bachillerato, la reestructuración de las Humanidades prevista provocó una fuerte confrontación con los partidos nacionalistas vasco y catalán, por invadir competencias de sus autonomías en la materia y por la “revisión” que hacía de la Historia de España, en la que se ocultaba la existencia de los pueblos que la integran, al tiempo que exaltaba la unidad indeclinable de España como entidad político y cultural monolítica. Igual controversia desató la Ley de Ordenación Universitaria (LOU), por crear agencias de evaluación de centros, implantar la Reválida, eliminar la incompatibilidad de la docencia en la Universidad pública con los centros privados y por vulnerar la autonomía universitaria para elegir a sus rectores, entre otras medidas.
Igualmente, fue muy discutida su reforma de la Ley de Extranjería, al endurecer considerablemente sus condiciones y por la facultad que concedía al Ministerio de Interior de repatriar de manera expeditiva a los inmigrantes indocumentados.
En política exterior, Aznar hizo un viraje hacia el férreo alineamiento atlantista y pronorteamericano, que culminó con el apoyo incondicional de España a la intervención norteamericana en Irak, que motivó una fuerte contestación social. También se decantó hacia posiciones pro-Israel en su conflicto con los palestinos, abandonando las tradicionales relaciones con los países árabes. Su identificación con los postulados del neoliberalismo norteamericano, encarnados por el presidente Bush, lo alejaron de la moderación histórica hacia las naciones hispanoamericanas que practicaba la política exterior española. Endureció sus exigencias a gobiernos de izquierda de aquella región, como el de Cuba, adonde desaconsejó una visita oficial de los Reyes de España.
Al final, sus posturas intransigentes, que evidenciaban formas autoritarias de hacer política, la manipulación mediática para desvirtuar la verdad, la erosión de los servicios públicos, la utilización política de las víctimas del terrorismo, el acaparamiento de la Constitución (proyecto, por cierto, que no votó en su día el líder conservador) y de la unidad de España para arrogarse su interpretación y combatir al adversario político y, sobre todo, la tergiversación del atentado yihadista del 11 de marzo de 2014, cometido en Madrid y que causó cerca de doscientos muertos, intentando adjudicar su autoría a ETA, dieron la puntilla a los gobiernos de derechas de la era de Aznar. La soberbia, sus veleidades imperialistas (la boda de su hija en El Escorial) y los escándalos de corrupción que afloraron también bajo su mandato (Gercartera, la trama Gürtel, el responsable de su “milagro” económico, el ministro Rodrigo Rato, actualmente en prisión, etc.), agotaron su prestigio, alimentaron la desconfianza en su partido y, en menos de cuarenta y ocho horas, lo desalojaron del poder de forma imprevista. La izquierda, contra todo pronóstico, volvía a gobernar España.
José Luis Rodríguez Zapatero, un desconocido abogado vallisoletano que, tras esos vaivenes traumáticos con los que suele el PSOE renovar su cúpula dirigente, consigue liderar el regreso al poder, en 2004, de los socialistas, la segunda vez que acceden al Gobierno en democracia. Y lo retiene durante dos legislaturas que fueron muy distintas entre sí. Si los gobiernos de Aznar podrían distinguirse por el éxito económico coyuntural y la desatención social, los de Zapatero pueden calificarse por sus conquistas sociales estructurales e infortunio en lo económico.
Siendo un anodino diputado sin experiencia, el congresista más joven de aquella época, disputó al histórico José Bono la Secretaría General del PSOE, en el año 2000, tras años de desconcierto en la dirección socialista por la repentina dimisión de Felipe González y las interinidades de Joaquín Almudia. Con ese breve aprendizaje y cuatro años en la oposición, pero con el propósito de brindar un “cambio tranquilo” y un “talante” de permanente diálogo, unido a las dramáticas circunstancias del atentado de Madrid de torticera gestión por parte de la derecha gobernante, Zapatero consiguió el regreso al poder del PSOE, formando el primer Gobierno paritario de la historia de España. Tal cambio constituyó la tercera alternancia de la democracia. Los gobiernos de Rodríguez Zapatero, que se extendieron a lo largo de dos legislaturas, estuvieron rodeados de polémica, incluso desde la victoria electoral, a sólo tres días después del mayor atentado terrorista cometido en Europa. La derecha, confiada en ganar esos comicios, nunca se lo perdonó e intentó cuanto pudo deslegitimar aquel resultado de las urnas. Y es que esa derecha no podía reconocer que había perdido el gobierno al pretender capitalizar el atentado y atribuir su autoría a ETA. Aun hoy mantiene, a pesar de las sentencias judiciales, teorías conspirativas con las que intenta dar validez a su tergiversación de los hechos.
Durante el primer mandato de Rodríguez Zapatero se sucedieron las iniciativas más novedosas en torno a la ampliación de derechos civiles y sociales, el cierre definitivo del diseño territorial, el fin de ETA y el reconocimiento de la dignidad de los vencidos mediante la llamada Memoria Histórica. Pero la polémica no iba a dejar de caracterizar su acción de gobierno. La primera medida adoptada, la retirada de las tropas españolas de Irak, por negarse a participar en una guerra declara ilegal por la ONU, tuvo como consecuencia el enfriamiento y distanciamiento de las relaciones con EE UU, que duró hasta que Bush fue sustituido por Obama en la Casa Blanca. Zapatero (como se le llamaba coloquialmente) emprendía, así, la reversión de la orientación exclusivamente proestadounidense que Aznar había imprimido a la política exterior para recuperar el alineamiento a favor del eje franco-alemán, que ya Felipe González había inaugurado en su tiempo, además de apostar por el multilateralismo en la acción exterior. Tal abandono del seguidismo incondicional norteamericano, practicado por Aznar y fijado en la memoria con la famosa foto de las Azores, no impidió, sin embargo, que el Gobierno socialista aumentara los efectivos españoles en Afganistán y otros lugares, siempre bajo el paraguas legal de la ONU.
Otras iniciativas de su política exterior también fueron controvertidas, como la Alianza de Civilizaciones establecida entre España y Turquía, de nulos resultados prácticos, y la negativa a formar parte de la coalición para bombardear Libia, que volvió a provocar malestar en los altos mandos de la OTAN y en EE UU. Más “lógica” resultó ser la decisión de finalizar el compromiso militar en Kosovo, cuya independencia Madrid se negó -y se niega- reconocer por su repercusión en la política interna y los conflictos con las autonomías que propugnan su independencia de España. Por otra parte, Zapatero defendió el levantamiento de la posición de dureza de la UE sobre Cuba, que había promovido Aznar, y el afianzamiento de las relaciones con los países iberoamericanos, basadas en principios y en el respeto mutuo, no en lecciones ni tutelajes ideológicos. Asimismo, se preocupó de evitar conflictos con Marruecos y mostró su respaldo al Gobierno de transición de Túnez en apoyo a su proceso democratizador. Gracias a sus buenas relaciones con mandatarios europeos, consiguió que España tuviera una presencia fija en el G-20, el foro de los países más ricos y emergentes del mundo, en calidad de invitado permanente.
Es, sin embargo, en lo social en lo que los gobiernos socialistas de Rodríguez Zapatero descuellan de manera rotunda, posicionando a España en la vanguardia en derechos y libertades del mundo, al promover iniciativas que instituyeron o ampliaron derechos ciudadanos. Así, hay que anotar en su favor la aprobación, no sin el repudio por parte de sectores conservadores de la sociedad y de la Iglesia católica, que hizo una dura campaña de oposición, de la Ley del matrimonio homosexual, pionera en Europa, y la ley que agilizaba los trámites del divorcio (Ley de divorcio exprés). También promovió la Ley de igualdad, para establecer la paridad entre hombres y mujeres en la esfera pública y laboral, y la Ley antitabaco, con la limpió de aire nicótico edificios y establecimientos públicos y rebajó índices de mortalidad por causa del cigarrillo. Otra de las importantes medidas de Zapatero fue la Ley de Dependencia, establecida como cuarto pilar del Estado de Bienestar, que reconocía derechos de atención a las personas dependientes y ayudas a sus cuidadores. Todas estas iniciativas, de amplio calado, modificaron costumbres sociales de forma definitiva, hasta el punto de que hoy sería inimaginable reconvertirlas.
De igual modo, promovió la Ley de la Memoria Histórica, que persigue el reconocimiento de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, y que todavía sigue siendo tildada de “vengativa” por los herederos de los vencedores y simpatizantes del fratricidio y su régimen. La aplicación de esta ley, que elimina nombres, placas o monumentos que exalten la dictadura y humillen a las víctimas, aun causa debates y confrontación política en la actualidad. Asimismo, durante la primera legislatura del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero se aprobó la Ley integral de medidas contra la Violencia de Género, que amplía la protección policial y jurídica de la mujer que es víctima de agresiones y asesinatos machistas. También se paralizó la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) y se introdujo en el currículo la asignatura de Educación para la Ciudadanía, cuya finalidad era impartir valores constitucionales y de tolerancia cívica a los alumnos, futuros miembros de una sociedad plural y diversa, pero a la que se opusieron la Iglesia y el Partido Popular por, decían, promover el “laicismo” en las escuelas y representar un ataque a los católicos y contra la “libertad moral”. Otras de las iniciativas fue la introducción del carnet de conducir por puntos, tendente a reducir los accidentes de tráfico, y la reforma la Ley del aborto, que facilitaba esta intervención sin exigencia de ningún supuesto, entre otras medidas.
Como colofón, se podrían citar dos guindas del amplio legado social de Zapatero, una revocada y otra mantenida, que ponen de relieve su afán por modernizar el país y dotarlo de instrumentos con los que enfrentar los problemas que afectan a la ciudadanía.
En primer lugar, el Gobierno socialista promulgó una reforma integral de la Radiotelevisión pública (RTVE) para que dejara de ser un altavoz del Ejecutivo y no se repitiera la manipulación en los informativos, como la protagonizada por Urdaci. Con ella, el Parlamento designaba por mayoría reforzada al presidente del Ente, y no el Gobierno como en los 50 años anteriores, lo que aseguraba la independencia y la profesionalidad del medio. Además, los sindicatos tenían, por primera vez, representación en el Consejo de la Radio y la Televisión. Y, por si fuera poco, se eliminaba la publicidad en RTVE, a cambio de un canon financiero por los servicios de interés público que prestaba. El modelo seguía el ejemplo de la BBC inglesa. Nunca, antes, la televisión pública de España, en competencia con las cadenas privadas, había sido tan neutral y profesional ni alcanzado mayor grado de prestigio y audiencia como entonces. ¿Qué hizo la derecha cuando volvió al poder? Ya lo veremos.
Y, en segundo lugar, el cuestionado presidente Zapatero tuvo el acierto de crear la Unidad Militar de Emergencias, la polivalente UME que, hoy día, se entrega a desinfectar residencias y hospitales durante la actual pandemia del Covid-19 que asola España. Con aquella iniciativa, el Gobierno socialista proveyó un instrumento indispensable al servicio del país, capaz de intervenir de manera rápida y eficaz para prestar ayuda en caso de catástrofes naturales, incendios y todo tipo de emergencias o calamidades, en cualquier parte del territorio nacional, colaborando, que no sustituyendo, con otras instituciones y fuerzas del Estado. En la actualidad, a pesar de requerirse continuamente los servicios de esta unidad militar, pocos reconocen el providencial acierto del vilipendiado presidente Zapatero en su creación.
Y es que, en lo económico, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tuvo la desgracia de tropezarse con una crisis económica, durante su segundo mandato. Esa crisis económica, iniciada en 2008 en EE UU, golpeó de lleno a España. Pocos advirtieron su gravedad, pero a toro pasado muchos profetizaron sus consecuencias. Al ser una crisis financiera generada por los abusos con las hipotecas subprime en EE UU, el presidente español, como muchos en otras latitudes, minusvaloraron sus efectos sobre la saneada economía de España, cuya deuda pública apenas representaba el 36 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB). No supo reconocerla en sus inicios y después tuvo que rectificar. El hundimiento del mercado financiero mundial hizo engordar como una bola de nieve una crisis económica, que sumó sus efectos al estallido de la burbuja inmobiliaria, creada en tiempos de Aznar, y una consecuente crisis bancaria. Todo ello provocó que la capacidad económica del país estuviera prácticamente en quiebra, al elevarse el déficit público a unas cotas inasumibles de más del 90 por ciento del PIB.
Ante tal situación, Zapatero utilizó al principio recetas expansivas anticíclicas, recomendadas incluso por el FMI, para suplir la inversión privada con la pública, destinando grandes sumas de dinero a planes de choque, los denominados Plan E, que no pudieron frenar el deterioro de la economía ni el crecimiento descomunal del gasto público. Las exigencias de los mercados financieros mundiales y de las economías convergentes por reducir el gasto público como sea, obligaron al presidente socialista a tomar medidas contrarias a su ideario, tales como congelar las pensiones, reducir el salario de los empleados públicos, retirar la prestación del “cheque-bebé”, practicar una reforma laboral que enfrentó a trabajadores y patronal en su contra, uniéndolos en una huelga nacional. El paro volvió a escalar cifras espeluznantes, al pasar desde un 8 por ciento a más del 20 por ciento, y la prima de riesgo ponía nuestra economía a los pies de los especuladores financieros, al dispararse desde menos de los 100 puntos, en relación con el bono alemán, a una cota de más de 400 puntos, en el verano de 2011, lo que incrementaba los riesgos de un rescate económico de España por parte de la UE, como los efectuados con Grecia, irlanda, Portugal y Chipre. Todas estas dificultades fueron munición para la oposición en su ofensiva por desgastar la credibilidad del Gobierno (lo acusaron hasta de ser el causante de la crisis económica) y para que algún economista de derechas, futuro ministro de Hacienda, se atreviera confesar que “cuanto peor vaya la economía, mejor para nosotros”.
Esta mala suerte en la economía fue providencial para que la derecha, de la mano de Mariano Rajoy, el delfín designado por Aznar para sucederle, ganara las siguientes elecciones e hiciera fortuna con el lema de la “herencia recibida” a la hora de aplicar las tijeras. Es verdad que Rajoy recibía un país aquejado de una grave crisis económica, con un paro de más de cinco millones de personas y un déficit público desbocado. Pero también es verdad que el presidente Zapatero había logrado librar al país, hasta que perdió el poder, de ser intervenido por los “hombres de negro” de Europa, al contrario de lo que la leyenda ha propalado, con sus medidas de contención del gasto, opuestas a sus convicciones ideológicas. Hasta en eso fue honesto.
Por no querer recordar lo que de positivo tuvo el mandato socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, no se le reconocen siquiera los intentos de negociación con ETA (como los que intentaron anteriormente otros gobiernos de distinto signo) que, aun torpedeados por la propia ETA, culminaron con el fin de la banda terrorista, a pesar de soportar que la derecha pareciera preferir, por su oposición frontal a todo diálogo, que la banda continuase matando a silenciar para siempre las armas. Tampoco se quiere recordar su consensuada habilidad de encauzar las tensiones territoriales, tanto por el “plan Ibarretxe” como por la reforma del nuevo Estatuto de Cataluña, que la derecha combatió con denuedo e impugnó ante el Tribunal Constitucional, aunque fuera semejante al de otras comunidades, como la andaluza. De todos aquellos barros de incomprensión y deslealtad proceden los lodos de la actual deriva secesionista que convulsiona la unidad de España en la actualidad.
Pero ello es materia de otro capítulo.