A 47 años del golpe, próximos a los cuarenta de la recuperación democrática y luego de haberse dictado más de trescientos sentencias que demostraron la existencia de un sistemático plan de exterminio desarrollado contra una parte de la población argentina entre 1976 y 1983, subsiste un pequeño sector de la sociedad, no huérfano de liderazgo político, que insiste en minimizar y hasta negar lo ocurrido. A 47 de años del Golpe de Estados del 24 de marzo de 1976 el autor apunta contra el negacionismo como amenaza al sistema democrático.
Por Guillermo Torremare
Ellas son expresiones que bien podrían calificarse como «negacionistas». Las mismas chocan frontalmente contra la verdad histórica judicialmente comprobada y agravian la dignidad de las víctimas y sus allegados.
Y lo que es peor, facilitan la creación de un contexto propicio para que los hechos atroces puedan repetirse. No casualmente, las políticas de memoria adoptadas en Alemania luego del nazismo utilizaron la consigna «Si sucedió una vez puede volver a suceder.
Los discursos negacionistas no solo son contrarios a la verdad, sino que, además y fundamentalmente, incitan al odio. Y luego del odio viene el hostigamiento y a continuación la persecución y la matanza.
El negacionismo es también la última etapa del proceso genocida, la etapa que pretende su inexistencia, porque la negación es un poderoso mecanismo de defensa capaz de bloquear el indeseable recuerdo de sucesos terribles.
Claro que hoy la negación burda de los hechos no convence a nadie. Por ello los negacionistas se presentan como seres racionales y se enfocan en relativizar y banalizar los hechos atroces ocurridos, buscando ser persuasivos y aceptables.
Quizá sea el momento en que desde el derecho comience a pensarse una estrategia posible para prevenir prácticas negacionistas.
Creemos que una ley penal que sancione el negacionismo —entendido como la negación, apología y/o reivindicación de los genocidios y de los delitos de lesa humanidad judicialmente comprobados—, expresaría el mayoritario consenso social acerca del profundo daño que esa conducta genera.
Una ley que sancione el negacionismo sería coherente con nuestro ordenamiento en cuya Constitución Nacional se establece el principio rector que veda la posibilidad de dañar a otro.
Este columnista opina que todo funcionario público debería poder ser sancionado si expresara públicamente opiniones negacionistas, porque el Estado no puede incurrir en negacionismo. Por el contrario, el Estado tiene la obligación de investigar y sancionar crímenes de lesa humanidad y por ello, cuando un funcionario incurre en una actitud negacionista compromete la responsabilidad del Estado.
Dicho todo esto, aclaramos que el tema no se resuelve solo con una norma sancionatoria. Ella estaría bien, pero sería insuficiente.
Necesitamos que toda la sociedad repudie el negacionismo adoptando la decisión de no aceptar representantes en el Estado que nieguen el dolor y el sufrimiento que han experimentado millares de víctimas directas e indirectas de genocidios y crímenes de lesa humanidad.
Junto con la ley debe estar la educación. Hay que trabajar en educación en derechos humanos y en memoria. Llegar con estos temas a las escuelas primarias y secundarias debe ser una prioridad para los partidos políticos democráticos y para las organizaciones de derechos humanos. Y debe ser un objeto de diseño y desarrollo de políticas públicas urgentes para todos los gobiernos.
Ese es el camino a transitar para que el discurso negacionista sea limitado a la mínima expresión y no tenga influencia. Si logramos andarlo, por fin, el Nunca Más será una definitiva realidad.