Recuerdo cuando era niño que todas las tardes veía Barrio Sésamo. Y lo veía, acompañado del bocata de queso con chorizo que me preparaba mi abuela. Me encantaba, la verdad sea dicha, la rana Gustavo, Espinete y don Pimpón, entre otros. Con ellos aprendí que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, que existen tres tipos de triángulos y que el área del rectángulo es base por altura. Aprendí el valor de la amistad, la fraternidad y la tolerancia. Corrían los años ochenta, años donde la tecnología era sinónimo de máquina de escribir. Años analógicos; sin móviles, sin tablets y sin ordenadores personales. Años donde los niños montaban en bicicleta, jugaban al ahorcado y comían lentejas. Casi toda mi infancia transcurrió en casa de mis abuelos maternos. Allí hacía los deberes, jugaba con mis primos y soñaba con ser policía el día de mañana. En aquellos tiempos no existía Sálvame, ni Supervivientes, ni siquiera la Isla de las Tentaciones y, muchísimo menos, Gran Hermano.
El viernes era mi día preferido. Y lo era porque, en la primera cadena, ponían el "Un, dos, tres". Recuerdo que mis padres, y yo, nos convertíamos en concursantes. A ver, palabras que empiecen por "pan", por ejemplo: "pantera". Un, dos, tres, responda otra vez: "pantalón", "panceta", "pancarta".... "¡Tiempoooo!". Después venía la eliminatoria. Y tras ella, la subasta. A mi padre le encantaba el Dúo Sacapuntas, Antonio Ozores y todos los personajes que deambulaban por la mesa de Mayra Gómez Kemp. Normalmente, mis párpados caían rendidos en el sofá. Al otro día, mi madre me contaba como había sido el final del programa. A veces el premio era un apartamento en Torrevieja, otras un Seat Málaga y otras cien latas de anchoas y un abrelatas. Años más tarde, a principios de los noventa, me enganché a la doctora Ochoa. "Hablemos de sexo" y "Luz roja" se convirtieron en mis programas preferidos. A través de ellos, conocí grandes temas que, por vergüenza o tabú, no se hablaban en casa. Aprendí sobre orgasmos, coitos y preservativos.
En aquellos años, la televisión cumplía, entre otras, una clara función formativa. Tanto que mis padres sabían muchísimo de leopardos, tigres y leones. Con la serie "Érase una vez el cuerpo humano" aprendí que las defensas del cuerpo son como un ejército con sus soldados, escudos y escopetas. A mi abuelo le encantaba "La Clave", un programa de debate. Recuerdo que los señores hablaban culto, citaban a filósofos e incluso leían fragmentos de libros de bolsillo. Hoy, cuando veo a Rocío, echo de menos aquellos años pasados. La televisión se convertía, junto a la familia, los amigos y la escuela en un agente más de inculturación. No existían, de la manera que hoy se conocen, los programas de cotilleo. Ni existía la prostitución de la privacidad. La gente no iba, de plató en plató, exhibiendo sus vergüenzas. En aquellos años, la televisión velaba por la dignidad de los platós. Salir en televisión estaba al alcance de unos pocos. Y esos pocos eran, o al menos eso parecía, referentes sociales. Referentes por su templanza, cultura y saber estar. Hoy, los referentes han cambiado. La televisión ya no paga modales, ni siquiera voces cultas que hablen de Cervantes.