Revista África

República Centroafricana; un país que se sostiene con pinzas

Por En Clave De África

 

(JCR)
Muy raramente encontraremos alguna noticia en los medios de comunicación españoles sobre este país. Esto no quiere decir que aquí no ocurra cosas muy graves. Un informe de la ONU publicado en abril de este año califica como “la segunda peor emergencia humanitaria del mundo, después de Somalia”.

Algunos de los datos de las agencias que asisten a la población más vulnerable cantan: dos tercios de la población no tienen acceso al agua potable o a cuidados médicos, un tercio de los niños no van a la escuela y los que tienen la suerte de acudir a un aula se encuentran con maestros no cualificados que tienen que atender a un promedio de 95 niños por clase. La esperanza de vida ronda los 45 años y se calcula que un 42% de la población está subalimentada. Basta mirar a cualquiera de las listas oficiales como el índice de desarrollo humano o las tasas de mortalidad infantil en el mundo para ver que el país figura siempre entre los últimos cuatro o cinco lugares de cualquiera de esos rankings.

Ninguno de estos indicadores tiene que ver con causas naturales. No estamos aquí en una tierra desértica escasa de agua, sino en un territorio de bosques abundantes y tierra fértil bendecido por constantes lluvias. El país, gran productor de diamantes, oro y maderas, tampoco está falto de recursos. El problema de fondo tiene que ver con la existencia de un Estado fallido que no consigue asegurar los servicios básicos a su población y mucho menos sofocar sus múltiples conflictos. Cerca de 150.000 centroafricanos viven hoy en campos de refugiados en países vecinos, a los que hay que sumar otros 100.000 desplazados internos que han huido de alguna de las bandas armadas que les hacen la vida imposible.

Eli Noutoukama es uno de ellos. Vive en uno de los campos de desplazados de Obo, una pequeña localidad del Sureste del país que, además de su población autóctona, acoge a cerca de 10.000 personas que durante los últimos tres años han huido de los ataques del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en siglas inglesas). La infame guerrilla ugandesa, liderada por Joseph Kony, en busca y captura por la Corte Penal Internacional, se infiltró en 2009 en las selvas de las prefecturas de Mbomou y Haut Mbomou desde sus guaridas de la vecina República Democrática del Congo tras las masacres de Navidad de 2008 y desde entonces han matado a cientos de personas en poblados esparcidos por vastos territorios sin protección de ninguna fuerza de seguridad. Muchos otros cientos de personas permanecen desaparecidos después de ser secuestrados por el LRA para obligarlos a combatir entre sus filas, o bien hacer de porteadores y –en el caso de las chicas- de esclavas sexuales.

La historia reciente del país ha conocido pocos momentos de estabilidad y ninguno de prosperidad. Conocido durante los tiempos coloniales como territorio del Ubangui-Chari, los franceses lo administraron como una inmensa finca en la que explotaron caucho y maderas preciosas en abundancia con un humillante sistema de trabajos forzados.

Su historia reciente está llena de golpes, motines y ataques de guerrillas. El peor de todos tuvo lugar en 2001, cuando el presidente Felix Patassé evitó el derrocamiento gracias al apoyo de cientos de milicianos de Jean Pierre Bemba, que cruzaron el río desde la orilla congoleña del río Ubangui, enfrente de la capital. Bemba está siendo juzgado hoy en la Corte Penal Internacional de la Haya por las atrocidades cometidas durante aquellos años por sus tropas en Bangui y sus alrededores, unos hechos que muchos habitantes de las barriadas de la capital todavía hoy recuerdan con horror. El general Bozizé, a quien Patassé acusó de estar detrás de la rebelión, huyó al vecino Chad, y en 2002 lanzó un ataque sorpresa que esa vez las tropas de Bemba no consiguieron detener. François Bozizé gobierna desde entonces el país, tras haber ganado las elecciones celebradas en 2003, 2005 y 2005, pero no ha podido evitar que una miríada de grupos rebeldes haya surgido en distintos rincones del país.

A finales de 2008, con un fuerte apoyo de Naciones Unidas, tuvo lugar en Bangui un “diálogo político inclusivo” con el fin de pacificar el país. Desde entonces, algunos grupos rebeldes han aceptado integrarse y deponer las armas, pero otros prefirieron mantenerse al margen. La sopa de letras de organizaciones insurgentes, activas o no, repartidas por casi todo el país parece no tener fin: CPJP, APRD, FDPC, UFDR, MLJC, FPR… El último en sumarse a este infame club ha sido el LRA ugandés. A ellos hay que sumar otros grupos armados, como cazadores furtivos y bandidos que hacen ganancia en río revuelto, sobre todo los conocidos como “cortadores de carreteras”, que desde hace años lanzan ataques sorpresa contra vehículos y despojan a los incautos viajeros de todas sus pertenencias. Además, no raramente son las propias fuerzas gubernamentales (conocidas como FACA) las que cometen extorsiones contra la población.

Pero esta historia de golpes y grupos armados bien podrían considerarse como los síntomas de un problema que está en el fondo de esta situación tan volátil, y es la existencia de un Estado fallido, algo que viene de lejos. El país apenas tiene una red de carreteras que permitan las comunicaciones, no existen industrias (con la notable excepción de la fábrica de la omnipresente cerveza MOCAF) y los servicios públicos esenciales apenas se sostienen con pinzas gracias a las 40 agencias humanitarias que operan en el país con limitados recursos. Por no tener, la República Centroafricana no tiene ni población, o casi. El país es algo más grande que Francia pero apenas está poblado por 4.400.000 habitantes, de los cuales cerca de la mitad necesitan ayuda alimentaria.
Sus recursos naturales, notablemente los diamantes y el oro, proporcionan grandes ganancias a las compañías extranjeras que las explotan y a una élite de centroafricanos bien situados que sacan su buena tajada de estos negocios. Hay también reservas de caza con albergues de lujo a donde acuden en aviones privados jeques árabes, millonarios norteamericanos y miembros de aristocracias europeas. El comercio, hoy como ayer, sigue en manos de la influyente comunidad libanesa. Muy poco de los beneficios de estas actividades económicas llega a los cientos de miles de personas que sobreviven con el trapicheo del pequeño comercio en los barrios populares de Bangui, como el Kilometre 5 o el PK 12, o los campesinos del interior que ven cómo un grupos armado tras otro les roban sus cosechas.

Además, desde hace varios años, la fiebre del diamante ha causado muchas rupturas familiares y ha traído más pobreza a quienes acuden a las canteras para probar fortuna. Los que pasan el día con el agua hasta la cintura cribando la tierra con la esperanza de encontrar el brillo de alguna piedrecita como un grano de arroz recibirán sólo una pequeña comisión si tienen la suerte de encontrar el preciado tesoro. Huelga decir que muchos vuelven a sus hogares con los bolsillos vacíos y enfermos, después de haberse gastado los pocos francos de ganancia en alcohol y prostitutas.

 


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