Miguel Ángel García Guinea , 3 septiembre 1975
Las fiestas populares de pueblos y aldeas van -como todo- desapareciendo, y si, con esfuerzos y por inercia tradicional, logran mantenerse, las intromisiones modernas que reciben van abastardando e impurificando su carácter primitivo, de tal manera que apenas son ya la sombra de lo que fueron.
Y ello es una lástima más, entre las lástimas que nos están sucediendo, porque el perder la raíz de nuestras costumbres, es como arrancar de cuajo la personalidad y la idiosincrasia de un pueblo.
De todos son conocidas las tendencias de la civilización moderna, que van haciendo cada vez más uniforme el tipo de vida de las sociedades, y así como hasta hace relativamente poco tiempo eran originales los africanos, australianos o asiáticos, ahora van adquiriendo unas formas de ser y de hacer que terminan por asimilarse a las de sus antiguos colonizadores. Es muy cierto que la civilización europea -más o menos tergiversada o pasada por el colador americano-está apoderándose de la sensibilidad, antes original, de miles de grupos humanos que hacían de la Tierra un interesantísimo mosaico de diversisímos caracteres.
La civilización industrial, maquinista e intercomunicativa, va dándonos como consecuencia de su universalidad, un mundo de apetencias y de reacciones aburridamente similar. Se está consiguiendo, a fuerza de progreso, hacer del hombre un ser igual y monótono desde Groenlandia hasta la Tierra de Fuego y desde Siberia a Australia.
Yo recuerdo todavía -y no es, para presumir de vejez- nuestras fiestas patronales, pueblerinas, en donde, en una distancia de pocos kilómetros había variaciones en cantos, música, bailes, festejos e incluso en los propios rituales de la iglesia. ¡ROMERÍAS! Que vieja y bella es la palabra, con intervenciones populares llenas de gracia y de descanso humano, hasta el tuétano de sus manifestaciones, testigos mantenidos del pasado, de una historia, que hoy se ha borrado como si resultase algo vergonzoso y decadente.
En sustitución de estas variopintas expresiones, ha caído sobre ellas una apisonadora de igualdad, carente en absoluto de interés. Ahora es lo mismo un festejo en Renedo de Piélagos, pongo por ejemplo, que en Calcuta. Y lo peor es que, en vez de proteger la multiplicidad y conservar como oro en paño estas ancestrales costumbres, que se nos van, parecemos insensibles y hasta preferimos -o prefieren- enterrar la pandereta y contratar un conjunto de "CHIMPUNES", porque la juventud, a la que no se ha educado convenientemente, ya no sabe lo que significa conectar con el pasado y ser un heroico eslabón de la permanencia de un pueblo.
Al paso que vamos, el folklore, la música popular y la cultura en general de los pequeños núcleos, acabará muriendo por abandono, o, solo como una reminiscencia, aparecerá en los escenarios (como ya aparece) completamente intelectualizada y mercantilizada.
Así es el mundo, y así le estamos poniendo. Dentro de unos años, el que piense en distinto será un bicho raro, digno de un museo, y la masa idéntica será, ¡cómo no!, la triunfadora.