escrito por Ariadna G. García 16 enero, 2018
EL PAISAJE DE LA INTIMIDAD: UN GIRO EN LA POÉTICA DE VERÓNICA ARANDA
Si en mi reseña de Café Hafa (2012) reclamaba más atención por parte de la crítica hacia la obra de la poeta madrileña Verónica Aranda, hoy festejo que en estos últimos años se haya convertido en una voz indiscutible de la poesía actual. Desde entonces, Verónica ha sumado dos nuevos títulos a su extensa bibliografía (Épica de raíles y Dibujar una isla), así como otros tantos premios a su palmarés (Internacional Miguel Hernández y Ciudad de Salamanca). Hoy en día, además, dirige la colección de poesía latinoamericana Y toda la noche se oyeron… que edita ediciones Polibea. A colación de esto último, destaquemos también sus recientes antologías de la joven poesía colombiana (Queda la palabra Yo) y ecuatoriana (En mitad de un equinocio), preparadas en colaboración con poetas de una orilla y otra del Atlántico (Ana Martín Puigpelat y Siomara España). No en vano, Verónica se ha convertido en una excelente embajadora de la lírica hispanoamericana en nuestro país.Viajera infatigable, la poeta nos lleva con su nuevo poemario de viaje por las islas helenas. Primero, por el archipiélago oriental (sitas en el Egeo), y más tarde, por el occidental (esparcidas por el mar Jónico). Las islas del Egeo, sobrias y austeras, nos evocan una vida sencilla agraciada por la naturaleza. Aranda nos sugiere este paisaje apelando a los sentidos («aroma a sandía caliente», «este viento / que recibes descalza», «playas de tamarindos»). Santorini o Mikonos (se echa de menos Creta) evocan el reposo y la placidez de quien se desentiende de problemas y ni busca conflictos ni los provoca: «Acaso la existencia / es esta forma lenta / de bajar los peldaños / y divisar volcanes» (p. 15). En este marco, se evoca al mismo tiempo una relación amorosa que empieza a erosionarse, que, lo mismo que una hoja, nos muestra sus dos caras: luminosa y sombría (plena y distante). Las islas del Jónico se ofrecen como metáfora de la polaridad afectiva: «Toda isla es un enigma / cuando lava y espuma / se entrelazan» (p. 51). Así, erotismo y desamor se alternan en las páginas del libro. La tercera parte de la obra, «Dibujar una casa», nos cambia de escenario. Nos habla de las dificultades, ahora, de sostener un hogar, de las contradicciones que una encuentra al comenzar una nueva –y secreta– aventura. Si la lectura es cobijo frente a la adversidad, y el sexo una manera de resguardo, pronto la soledad condena a la intemperie a la mujer que enuncia («caen escombros / y se derrama harina de amaranto» p. 87). La prudencia y la espera, valores estoicos asociados al paisaje descrito –oriundos de Grecia–, serán los talismanes a los que se aferre en busca de equilibrio, de una paz que no alcanza. De nuevo resuena en nuestros oídos la dualidad amorosa anterior, lava y espuma chocan, contienden como hicieran durante el petrarquismo el fuego y la nieve. Verónica Aranda deja traslucir en este libro emociones inéditas: el miedo, la angustia, el desprecio o la impotencia («Te esquivaba / e iba sumando lirios y aislamiento / en mi incapacidad / de ponerle palabras al desgaste» p. 89). Ha crecido como poeta. A la excelente capacidad evocadora de sus libros previos, a esa inteligente mirada que dirigía simpre hacia mundo exterior, vemos que añade ahora la hondura de su propia conciencia, que nos revela sus emociones afectivas, logrando conmovernos. Quizás sea Dibujar una isla su poemario más íntimo. Ya veremos si estrena con él un nuevo rumbo a donde encaminar sus futuros versos.
(Reseña publicada en la Revista digital Oculta Lit)