Revista Libros

Reseña de "La isla de las palabras desordenadas" por Santiago Gil

Por Isladesanborondon
 

La isla de las palabras desordenadas

Cuando se escribe se emprende el camino de las emociones. Por eso hay libros que se asoman al alma. Te puedes extraviar o puedes terminar hallando tu propia mirada al final de un renglón o de una palabra. Si un texto no se cuela cerca de tu corazón, lo mejor es que lo dejes y busques otro que te espabile del sopor cotidiano. No es fácil coincidir con esos libros que logran engrandecer los días que vamos viviendo: La isla de las palabras desordenadas, que es la primera novela de la grancanaria Yolanda Delgado Batista, es uno de esos libros que miran cara a cara al alma del lector. No te quedas igual cuando lo terminas. Sus frases resuenan en tu mente y se acaban confundiendo con tus propios pensamientos. Pero sobre todo queda la esencia de lo que cuenta y de cómo lo va contando, sin medias tintas, visitando las penas y salvándose en el humor y la ironía. No hay palabra que no deje un halo de inquietud cuando la lees. Tampoco quien nos cuenta su vida deja nada fuera de ese plano situado más allá del espacio en el que se adentran los buenos textos literarios.
En la novela de Yolanda Delgado está la memoria isleña de quienes nacimos a finales de los sesenta. La escritora juega prodigiosamente con el idioma, con las canciones de infancia, con los anuncios de televisión, con las fotos, con las calles, con las presencias que todos recordamos cambiando solo el color de unos ojos, con los miedos, con los atavismos y con todo lo que una isla puede dar de sí; sobre todo cuando esa isla es cada uno de nosotros, un espacio a la deriva rodeado de palabras y de sueños, seres contradictorios que jugamos a ser eternos sin tener en cuenta que llegará la marea a borrar nuestros contornos y nuestras orillas. Quien se cuenta en la novela cambia de repente el guión de su vida, y como casi siempre ese cambio implica un desarraigo ante el que parece que jamás volveremos a ver aquel azul que en la infancia volvía eternas las tardes de verano. Todos atravesamos esos desiertos alguna vez, y lo hacemos confiando en que más allá del horizonte desolado nos aguarde el oasis de nuestra propia armonía. No siempre se llega. Son muchos los que se quedan demasiado tiempo merodeando en el desconsuelo, y eso lo sabe la protagonista de Yolanda, la que huye sabiendo que no vale la pena cargar con nada ni aferrarse a lo que terminará siendo pasajero. Y lo sabe porque toda isla es una metáfora de nuestra propia existencia, un espacio rodeado de agua por los mismos puntos cardinales que nosotros rodeamos de incertidumbres y de esperanzas. En ambos casos tenemos que aprender a resistir el embate de las olas que se empeñan en horadar las costas y los sueños. Las rocas perviven volviéndose arena. Nosotros resistimos sembrando las orillas de palabras.

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