"La antinaturaleza", análisis minucioso de un mito
FRANCISCO CALVO SERRALLER13 JUN 1976 - 00:00 CESTDurante los últimos años, hemos asistido a un proyecto filosófico de re-interpretación del pensamiento de F. Nietzsche, que permanecía injustamente asociado a una determinada postura política de funesto recuerdo. Ciertamente, algunos trabajos eruditos, entre los que destaca el realizado por K. Schlechta, demostraron con toda evidencia la serie de manipulaciones que sufrió la obra del filósofo alemán, sobre todo en función del oportunismo de su hermana Elisabeth Foerster-Nietzsche; en cualquier caso, este primer ajuste histórico, capaz de proporcionar nos una imagen cabal de la personalidad de Nietzsche, debía ser completado por una investigación estrictamente filosófica, que desarrollara el potencial crítico de su pensamiento. En este sentido, y sin olvidar algunos estudios, ya clásicos, de la filosofía alemana (Jaspers, Heidegger, Löwith), cabe destacar, por su original y renovador planteamiento, el papel jugado por un determinado sector de la filosofía francesa contemporánea especialmente el situado en torno a nombres como el de P. Klossowski y G. Deleuze. En el contexto de esa corriente neo-nietzscheana francesa hay que situar la figura de Clément Rosset, cuya Lógica de lo peor acaba de publicarse en España. Conviene recordar que de Clément Rosset ya tenía noticias el lector español interesado por temas filosóficos por la publicación de otra de sus obras, titulada La anti-naturaleza.
Lógica de lo peor
de C. Rosset. Barcelona. Editorial BarraL 1976
Interés por el irracionalismo
Clément Rosset, cuya evolución filosófica guarda más de un paralelismo con la de G. Deleuze -no olvidemos la significativa proximidad de algunos de los títulos publicados por ambos autores: Lógica del sentido-Lógica de lo peor, El anti-Edipo-La anti-naturaleza, ha demostrado, a lo largo de toda su producción, un interés constante por las filosofías llamadas «irracionalistas», especialmente por los sistemas de Shcopenhauer y Nietzsche. Naturalmente que la atención dedicada por Rosset a los sistemas mencionados, a los que hay que sumar otros que, en distintas épocas, poseen un similar talante _Empedocles, los sofistas, Montaigne, Pascal, Gracián, Hobbes, etc._, no se inscribe en las interpretaciones académicas convencionales, para las que todo lo que se refiera a escepticismo, pesimismo o vitalismo es la consecuencia natural de una injustificada o interesada desconfianza en la razón, a la que pretenden subrepticiamente «asaltar», según la fórmula de combate que vulgarizara Lukács. El asalto, diríamos nosotros, se dirige, en todo caso, contra la Razón con mayúscula, una Razón concebida como instancia absoluta y normativa, que, al trascender todo límite individual, limita, a su vez, el desarrollo de la pluralidad de razones.
Orden racional
Precisamente esa misma Razón, que alcanzará su expresión más completa históricamente en la filosofía de la Ilustración, será el objeto de la crítica de los tres pensadores revolucionarios más grandes de todo el siglo XIX: Marx, Freud y Nietzsche. En realidad, el pensamiento ilustrado había conseguido legalizar, de una vez por todas, un viejo anhelo de la filosofía occidental: el orden racional del universo, momento que Kant saludaría como «la superación del hombre de su estado de minoría de edad». Frente al oscurantismo religioso, que el pensamiento ilustrado juzgaba, junto con cualquier forma de superstición, como la principal dificultad para la emancipación humana, en la medida en que toda trascendencia arrebataba al hombre la capacidad de controlar directamente su destino, se oponía la autonomía de la Razón, desde la cual poder criticar la idea cristiana del hombre como ser radicalmente escindido (equivocan contrariedades con contradicciones, afirmaba socarronamente Voltaire) y desde la cual afirmar un Orden que interesaba por igual a la Naturaleza y al Hombre: la Razón se hacía «transparente». En el proceso pudo sufrir la creencia en la existencia de un Dios personal pero no la idea de Religión, que permanecía incólume en el concepto de naturaleza «divinizada», porque, como señala Rosset: «Los presupuestos básicos de la ideología religiosa no son, en efecto, diferentes de los presupuestos naturalistas, que aparecen de esta manera como el núcleo de toda religión: la invención del mundo (idea de naturaleza) precede necesariamente a la invención de un dios en el origen del mundo (idea religiosa)». No es de extrañar, por consiguiente, que las críticas más acerbas de Nietzsche se dirijan precisamente contra ese concepto clave de «naturaleza divinizada», tal y como lo expresa en el aforismo 109 de la Gaya ciencia, texto con el que significativamente Rosset comienza su Anti-naturaleza: «¡Cuándo daremos término a nuestros escrúpulos y prevenciones! ¿Cuándo dejaremos de estar obcecados por todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo habremos «desdivinizado» completamente a la naturaleza? ¿Cuándo nos será al fin permitido, a nosotros los hombres, comenzar a ser naturales, a «naturalizarnos», con la pura naturaleza, la naturaleza recobrada, la naturaleza liberada?».
Afirmación del azar
Esa pura naturalidad reclamada imperiosamente por Nietzsche no obedece a ningún otro orden desde el cual poder de nuevo sobreponerse; por el contrario, supone la afirmación del azar como única realidad substante. Crítica radical que trasmutará el orden convencional en el que el pensamiento occidental ha desarrollado su discurso legal, pues recobra el hálito original sobre cuya negación todo sistema se construye y que ya fue expresado por el físico griego Anaxágoras: «Al principio era el caos, luego vino la inteligencia y lo ordenó todo». Pensamiento puramente negativo, pues deshace los presupuestos de cualquier razón objetiva, de cualquier necesidad, devolviendo al discurso su carácter gratuito y artificioso. La filosofía de C. Rosset trata de adentrarse por esos caminos prohibidos, más allá de los límites impuestos por lo «razonable»: pensamiento del desorden y del caos. Puede así llamar a su empeño «tragedia», pues requiere una «visión imposible, visión de nada -de una nada que no significa la instancia metafísica denominada la nada-, sino más bien nada de lo que es en el orden de lo pensable y de lo designable».
* Este artículo apareció en la edición impresa del 0013, 13 de junio de 1976.
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