Revista Literatura
Marcelito era una especie de bebé grande: estaba siempre llorando y llamando a la madre. ¿A qué se llama cuando se llama a la madre? ¿Qué es actuar como una madre?
En la simbología gnóstica Devi Kundalini, el eterno femenino, la madre del universo, es representada por una vaca blanca de cinco patas. Con la quinta extremidad, ubicada en la giba, se rasca y espanta las moscas. El título del libro de Griselda García reconoce a esta madre superdotada, digna de terror y amor, que se saca las moscas de encima y se sabe habitante de todas las partículas.
Donde hay moscas hay descomposición.
La casa era un asco de sucia sin una mujer, dice la autora en el primer cuento del libro, “La pelopincho”, y nos hace oler a la madre en su faceta más fétida: la Madre Muerte, flotando en una pileta que apenas sirvió para refrescarse.
En esa escena hay un sopor que en algo hace recordar a la película La ciénaga, de Lucrecia Martel. Justamente en la secuencia inicial de ese film se ve a una vaca. La vaca está en medio del monte, esforzándose en vano por salir del lodazal en el que se encuentra atascada y donde más tarde o más temprano encontrará la muerte. Los personajes, indolentes, miran hacia el cerro donde esto ocurre, echados alrededor de una pileta cuyo interior está podrido. No pienso en ella, una madre es siempre /una ciénaga, haga lo que haga, engendre/este deseo o cualquier otro…, dice Osvaldo Bossi en el poema “Hamlet sobre su madre”. Madre, vaca, agua, muerte, putridez.
La figura femenina no sólo es sinónimo de portación de vida como ser maternal, a ella también se le adhieren los mensajes de muerte. Este costado volverá a insinuarse más adelante en el cuento “El Fortín”. Allí el encuentro en un hotel deja en la protagonista un aura de bolsa cadavérica.
Cuando me incorporo, el plástico negro que cubre la cama queda adherido a mi espalda. El segundo cuento se llama “Su sombra”. Allí la amante busca erigirse como diosa nutricia. Yo a veces iba y le cocinaba. Como una madre quiere ser la encargada de ponerle carne al cuerpo. Se le notaban las venas y las costillas. -Traje para cocinar. -Qué cocinar, estoy hecho un cerdo. El amante quiere sacarse de encima a esa figura que al mismo tiempo que alimenta, limita. -Te preparo algo y me voy. -Lentejas te hago, no engordan. La madre trae y lleva.
Las moscas golpean contra el mosquitero en el inicio de “Blanco”, tercer cuento del libro, protagonizado por dos hermanos. Allí la madre es un enigma, parece haberse esfumado, el aire está impregnado de orfandad. Cuando la madre no pesa se disuelven los tabúes. El cuento termina cuando el mosquitero de la casa quinta se cierra de golpe. El dulce de uva que apenas acaba de bullir seguirá llamando a los incestos.
Nubes de insectos se agrupan alrededor de cualquier fuente de luz y dejan debajo una alfombra de otros insectos muertos. ¿No llegaron a tiempo a su ración de luz o fue ella la que los mató?, reflexiona el narrador en “Despedida”. Nuevamente, querer estar cerca del símbolo de la vida y el riesgo de que esa misma proximidad reduzca a uno a la nada.
La madre del universo, la Shakti, puede reducir a polvareda cósmica el ego animal, dice la tradición. En “Gracias, Reina”, la madre dominatriz atormenta y aniquila el ego de su esclavo.
En mitad del día, mientras me daban un masaje o me hacían la manicura, aparecían las imágenes de su cara de perrito faldero. Verle esa expresión me llenaba de odio. Inútil, inservible. Tu voluntad no existe, mis caprichos son tu voluntad.
En “La ley” la madre es una compañera que da consejos, luego una amante inquisidora, también alguien capaz de dar una indulgencia silenciosa como sólo ante un hijo se lo hace: Su pantalón demasiado corto deja ver las medias de toalla blancas. Aparto la mirada. El título del libro anida en el cuento “Una dura carrera”. La sensación de omnipotencia en el momento inmediatamente posterior al coito, cuando los residuos orgánicos todavía circulan por el cuerpo femenino que no termina de componerse, esa “alegría animal”, como describe la autora, que brota de la absoluta extenuación, es una maternidad: una supremacía por encima de todos los signos de vida. Un honor que no suele ser lo suficientemente exaltado. Griselda lo dice, lo celebra. Su libro está lleno de verdades que hubiera preferido no conocer, como anuncia la protagonista de “Sin esperar nada” cuando llega la mañana. Una luz por momentos agresiva, visceral, que resalta los detalles que parecían estar mejor guardados en la penumbra. El sol es una fuente, una madre también. Lo que brota de la fuente a veces quema, anula, enceguece.
¿A qué se llama cuando se llama a una madre?
Quizás a esa fulguración que aniquila los matices más débiles. “La madre del universo”, en los doce cuentos que integran este libro, prende la luz para hacernos notar unas cuantas posibilidades de la orfandad. Ser fuertes bajo esa luz es no oponerse: dejarse llevar mientras las evidencias estallan, convivir con la molestia y el impacto del flash, habituarse a esa incómoda exposición. Ya lo dijo la sabiduría popular, al fin y al cabo: una madre lo ve todo.
Laura PrattoReseña publicada en No Retornable