Érase una vez un grupo de amigos de vacaciones veraniegas en una villa de las montañas suizas. Aunque sus deseos implicaban disfrutar del aire fresco y las verdes praderas, el tiempo cambió súbitamente obligándoles a no abandonar la villa. Entonces uno de ellos, el más célebre poeta de su tiempo, aprovecho que entre los integrantes del grupo se hallaba otro hombre de talento equiparable al suyo para proponerles, a modo de juego, que escribieran un cuento de fantasmas, para medirse y ver cuál era el mejor. La mayoría aceptó el reto, pero el tiempo cambió a mejor y los dos poetas principales, tan ingeniosos como volátiles, decidieron volver a su plan campestre original. Mas no lo hicieron así algunos integrantes del resto del grupo. El año, 1816. Los poetas, Lord Byron y Percy B. Shelley, dos de los tres más grandes románticos ingleses (el tercero, Keats). En la villa, John Polidori escribió el cuento “El vampiro”, instaurando las bases estéticas que inspirarían a Stoker. La londinense Mary Wollstonecraft, prometida de Percy y futura Mary Shelley, mientras este trotaba por el campo, tuvo la idea y estableció los rasgos fundamentales de la que sería su gran obra maestra: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Curiosamente, dos siglos más tarde Frankenstein ha quedado anclado con cadenas de adamantium a la cultura popular. ¿Cuántos, hoy día, son capaces de citar siquiera una obra de su entonces glorioso marido Percy? No pocos, pero una cantidad irrisoria en comparación con los conocedores de la obra de su esposa.
Precisamente por su popularidad, la historia de Frankenstein es, con sus más y sus menos, conocida casi por todos: Victor Frankenstein, un joven y talentoso estudiante burgués de ciencias, se obsesiona con la experimental idea de crear la vida a partir de la muerte mediante el empleo de diferentes técnicas rayanas en la alquimia (los famosos relámpagos en realidad provienen de historias posteriores y del cine). Tras numerosas investigaciones pseudocientíficas que pondrán en riesgo su salud mental, por fin pondrá en marcha su experimento para dar vida a su criatura, obteniendo un éxito absoluto o un fracaso radical, según se mire. En cualquier caso, una abominación. Y ahí empiezan sus problemas.
Qué duda cabe de que una lectura primeriza a día de hoy de esta novela resultará como un paseo por un lugar soñado: algunas partes serán conocidas por algunas películas, otras familiares, y afortunadamente otras desconocidas, pues no han sido escogidas para formar parte de las adaptaciones, o al menos de casi ninguna de ellas. Así encontraremos fragmentos puramente epistolares o de literatura de viajes que producirán cierta sorpresa por desconocidos. A la inversa, también existirán otras imágenes muy asociadas a esta figura que no aparecerán en la novela.
En cuanto a la inspiración primera para su obra, Mary Shelley nos la indica con el título: moderno Prometeo. Recordemos que en la mitología griega clásica Prometeo fue un titán que -según versiones-, entregó el fuego de los dioses a los hombres y con él el conocimiento, o directamente esculpió a estos desde el barro. Por ello fue arduamente castigado por los casi nunca magnánimos dioses con infames torturas de toda índole. Aquí Prometeo (Victor Frankenstein) esculpirá a su monstruosa criatura, otorgándole la vida, pero el durísimo correctivo lo irá recibiendo de esta misma y no de los dioses. No es de extrañar que la inspiración llegara a la escritora desde estas fuentes estando rodeada por los poetas románticos ingleses, que bebían de ellas de continuo hasta el punto de que muchas de las obras de este movimiento son revisiones de aquel. También existen influencias explícitas de la mitología bíblica, en especial a través del Paraiso Perdido de Milton.
En lo que al estilo se refiere, se trata de una novela gótica que, más allá de buscar y hallar el clima inquietante característico del terror en sus páginas, lo hace con una prosa bien cuidada, y es que bien es sabido que Percy B. Shelley aconsejó en este aspecto a su esposa, ayudándola a pulir el texto, lo que sin duda se nota. Vaya si se buscó buen consejero.
En cuanto a los personajes, aquí hay que poner un pero ante la tremenda simplicidad de los secundarios, poco más que meros esbozos (excepto quizá el capitán del barco que hace de narrador). En especial al ser comparados con los dos protagonistas, Frankenstein y su criatura, pero es que estos poseen un enorme desarrollo, y en ellos la autora nos plantea los dilemas morales subyacentes en la novela, como la megalomanía, la responsabilidad respecto a las propias creaciones, el a veces excesivo avance de la ciencia (y quizá la industrialización del siglo XIX) o la naturaleza del mal en el hombre. Además, en los encuentros entre ambos personajes hallaremos los mejores pasajes del libro, el primero de ellos excelente. También es destacable en este apartado la capacidad de la historia para manipular la percepción del lector respecto al monstruo: comenzará odiándolo, para compadecerlo más tarde y así sucesivamente.
Otro elemento a reseñar como fundamental de Frankenstein es que, aunque en general se la encasille en el terror gótico, está considerada como la novela fundacional del género de la ciencia ficción, ahí es nada. Y no solo por el concepto de dar la vida a una criatura muerta mediante el uso de la experimentación científica, sino por otros pasajes de tremendo interés especulativo, como el momento en el que la criatura descubre los diferentes aspectos del comportamiento y la sociedad humanos desde un escondite secreto. ¿No podrían bien ser estas las observaciones y aprendizaje de cualquier ente primerizo con el hombre, como en una novela de ciencia ficción social o de primer contacto con especie alienígena?
También es necesario, cómo no, hablar de Frankenstein en el cine. En su inmensa mayoría las numerosísimas adaptaciones son muy libres, muchas de ellas cruzando con amplitud la frontera del ridículo, y cogiendo únicamente al monstruo o a este y al profesor para inventarse una historia. Por mi parte destacaré Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), ambas de James Whale, creando algunas de las instantáneas más clásicas de un Boris Karloff como criatura, La maldición de Frankenstein de 1957, de Terence Fisher de la factoría Hammer, con Peter Cushing como profesor y Christopher Lee de criatura. Por supuesto, la divertidísima El jovencito Frankenstein, de Mel Brooks (1974), con Gene Wilder de doctor y Peter Boyle de criatura.
Como última película, señalar Frankenstein de Mary Shelley (1994), la más fiel de las versiones (que aun con todo se toma grandes licencias), de Kenneth Branagh, que también interpreta al científico, siendo Robert de Niro el monstruo. Surgió siguiendo la formula exitosa de Director de calidad/clásico del terror de Francis Ford Coppola/Drácula de Bram Stoker, tan solo un par de años atrás. Desde entonces, nada reseñable excepto, quizá, el de la excelente serie de televisión Penny Dreadful, aunque no es lo que más brille de esta serie, ni mucho menos.
Como curiosidad, indicar que el lugar referido como de la concepción de la idea de Frankenstein, la Villa Diodati, ha inspirado o albergado a lo largo de su historia, además de a los citados, a escritores tan dispares y exitosos como Milton, Rousseau, Balzac, Voltaire, Palahniuk o Mike Carey.
Por último, unos extractos de la novela, para animar a su imprescindible lectura:
“Se me pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.”
“El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad.”
“¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto solo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.”
“¿Sería en verdad el hombre un ser tan poderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas veces se mostraba como un vástago del mal, otras, como todo lo que de noble y divino se puede concebir.”
“Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!”