En la mayoría de las novelas de fantasía, los autores tratan de crear complejos mundos en los que, si no están lo suficientemente trabajados y definidos, los lectores avispados pueden notar ciertos huecos. Por ello, algunos autores prefieren centrarse en un microcosmos, algo más manejable y fácil de abarcar. Eso es lo que nos plantea este escritor danés con El aprendiz del diablo, llevándonos de visita nada menos que al mismísimo Infierno. Al igual que su protagonista, el joven Filip, un muchacho de conducta intachable que se encuentra en ese lugar debido a un error administrativo, iremos conociendo demonios, diablesas, gragones (verdugos de las almas en pena), e incluso al Príncipe de las Tinieblas en persona; participaremos de sus festividades, como el Festival de las fechorías, y aprenderemos sobre el auténtico significado de la maldad.
El acierto de Kenneth Bogh Andersen con esta novela, la primera que se edita de él en nuestro país, es, además de destilar humor por los cuatro costados, la creación de personajes entrañables, empezando por el portero del infierno (Barba Lúgubre), pasando por el mismísimo Lucifer, y terminando con la propia Muerte (que no se parece nada a la versión sexy creada por Gaiman, ni a la clásica imagen portadora de la guadaña).
Al leer esta novela, uno no puede evitar notar reminiscencias de Harry Potter, quizás por el tipo de humor, o porque es un microcosmos tan bien cohesionado como el del joven mago, con detalles tan peculiares como las bebidas que consumen (cerveza de sangre) o los títulos de los libros que leen los personajes (Malditas maldiciones: guía infalible del acoso).
A destacar también su asequible precio (10 euros) y el excelente trabajo de traducción del danés de Juan Mari Mendizábal.