MATHILDATítulo: Mathilda.
Autora: Mary W. Shelley (1797-1851) narradora, escritora, ensayista y biógrafa británica. Hija de del filósofo político William Godwin y de la teórica feminista Mery Wollstonecraft, frecuentó los más selectos ámbitos culturales y literarios de la mano de su esposo el poeta Percy Bysshe Shelley. Su obra más importante sin duda, fue Frankenstein, nacida tras una apuesta entre Lord Byron, John William Polidori, Percy Shelley y la propia Mary durante las vacaciones del año 1816 en una mansión Cerca de Ginebra. Tras el fallecimiento de su esposo, se dedicó en cuerpo y en alma a la educación de su único hijo y a forjar su carrera como escritora, sin embargo, la última década de su vida estuvo dominada por enfermedades provablemente asociadas al tumor cerebral que acabaría con ella en el año 1851. Además de Frankenstein, Mary Shelley es autora de Mathilda, El útlimo Hombre o Falkner entre otros.
Editorial: Cátedra.
Idioma: inglés.
Traductor: Juan Antonio Molina Foix.
Sinopsis: Mathilda es un relato sin duda marcadamente biográfico, que cuenta el lado oscuro de la historia de la propia escritora, fiel a la teoría romántica de que el mejor modo fe expresar las pasiones es experimentándolas. Novela melancólica por antonomasia (lluvia, desesperación, sueños, muerte, pasiones, soledad en un brezal yermo) Mathilda explora la naturaleza del pesar, el poder del amor, la destrucción como consecuencia de desafiar a la naturaleza, el perverso poder del deseo. Eclipsada por Frankenstein, Mathilda tuvo que esperar ciento cuarenta años para ver la luz.
Su lectura me ha parecido: muy intensa, romántica (literariamente hablando por supuesto), apasionada, triste, terriblemente melancólica, devastadora, perturbadora a más no poder... Los monstruos existen. Y lo que es peor, nadie puede darles esquinazo, obviar su presencia o escapar apresuradamente de sus garras. Metafóricos o de carne y hueso, los monstruos habitan en todas partes, nos acompañan en nuestro día a día, en ese trayecto en autobús, en esa conversación de primera hora de la mañana, en ese paseo nocturno, en esa sala de espera en la consulta del médico, en ese momento en el que creemos estar a salvo de ellos, incluso en la soledad más abrumadora, ahí, escondidos tras las cortinas, acechan expectantes. Unos dejan cicatrices en la piel, otros por el contrario logran las más profundas, capaces de pinchar las arterias y vaciarlas de vitalidad. Los hay incansables, incombustibles, insaciables... Que aparecen cuando menos te los esperas y reptan por tus piernas hasta llegar al cerebro donde, una vez allí, comienzan a machacar con fuerza las pocas zonas en las que todavía aún reside una pizca de cordura. Y como no, también están los que no admiten espera y te devoran nada más fijar sus ojos en ti. Rápida, instantánea, la más dolorosa que existe. Una autentica muerte en vida. En la literatura son muchos los monstruos, pero también los de la vida real, cuya brutalidad y maquiavelismo superan a toda clase de ficción. Es muy difícil, por no decir imposible, no toparse con alguno. Cerrar los ojos, respirar hondo y hacer como si nada no es la mejor de las soluciones, pues los monstruos no tienen porque ser entes materiales. Lo abstracto en ocasiones da más miedo que lo tangible, que lo que podemos oler, saborear o ver con nuestros propios ojos. En ocasiones no los vemos venir, o simplemente les restamos importancia. Sin embargo, cuando sobrevuelan nuestras cabezas, a punto de aplastarnos, entonces es cuando sentimos el nudo en el estómago y el tembleque en las piernas. Los monstruos existen. Y si no, que se lo pregunten a Mary Shelley. Autora de uno de los libros más sobrecogedores de todos los tiempos cuya icónica criatura ha acabado por enterrarla. Ironías del destino, la pobre Mary, cuyo carácter atormentado definió la totalidad de su producción literaria, siempre vivió rodeada de monstruos. Afortunadamente, y gracias a Cátedra, hoy podemos disfrutar de su talento más allá de Frankenstein, de Shelley, de Lord Byron, de Polidori... En definitiva, más allá de todos aquellos hombres. Mathilda: la esencia del romanticismo hecha novela.
Como no podía ser de otra manera, la primera vez que tuve contacto con la gran Mary Shelley fue gracias a Frankenstein. Sé que es un tópico, pero por desgracia es el único, pues, yo por lo menos no conozco a nadie que no se haya iniciado en la literatura de esta autora británica a través de otra novela que no haya sido Frankenstein. Aunque sinceramente, y estoy convencida de que no soy la única, el medio que me acercó a aquella historia, extraordinariamente adelantada a su tiempo y espacio, fue sin duda el cine. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi Jovencito Frankenstein de Mel Brooks. Tan loca, tan desternillante, tan disparatada, tan icónica... Amé a Igor (interpretado por un sobresaliente Marty Feldman) y encontré interesante la construcción que Gene Wilder le dio a el famoso doctor Frankenstein, oscilando entre el surrealismo y lo perverso. Luego vino El espíritu de la colmena, donde la monstruosa criatura hace acto de presencia y tiene un papel muy importante en el desarrollo de la trama. Y por supuesto, tras estas películas (y a falta de ver la de versión de 1932, en la que Boris Karloff ofrece la interpretación más universal de la famosa criatura) vino la lectura del libro. Una tarea que comencé con cierto respeto hacia la historia y a su propia autora, pues por aquel entonces descubrí que Mary Shelley la había escrito con 18 años de edad (¡qué estoy haciendo con mi vida por dios!), pero que a medida que fui adentrándome en sus páginas comprendí por qué ésta había pasado a la historia. No es una novela de terror, al menos del terror que hoy en día nos asustaría, tampoco de misterio exactamente, Frankenstein fue a mis ojos una novela de ciencia ficción pura y dura, de carácter especulativo, en la que se ponen en práctica ciertos postulados científicos, en la que la filosofía de la época tiene cabida y en la que podemos encontrar algunos elementos del romanticismo, movimiento literario que favoreció la escritura y aparición de esta novela. Un libro que arroja muchas reflexiones, así como infinidad de interpretaciones, cada cual más distinta de la anterior. Pero dejemos de hablar de Frankenstein, pues Mary Shelley, a pesar de que muchos la consideran autora de una sola obra (tal y como le sucedería a Emily Brontë unas décadas más tarde), tiene la suerte de haber escrito en vida más obras de las que todas y todos pensamos, cuya repercusión por desgracia no fue tan sonada. Una de ellas fue Mathilda, una breve novela que en el momento en el que conocí la noticia de que Cátedra iba a reeditarla, en ese preciso instante, decidí que tenía que ser mía. Una vez en mis manos comencé, como siempre que me enfrento a un libro de Cátedra, a leer el apartado crítico (esa introducción tan necesaria y que con el tiempo se ha convertido en uno de los sellos de identidad de la editorial), y tras él la novela propiamente dicha. A pesar del patinazo de Juan Antonio Molina Foix, en quien ha recaído la edición del presente libro, con una fotografía (tema que señalé en un hilo de twitter), la novela me permitió conocer a una Mary Shelley nueva, distinta y a mi juicio, siempre subjetivo, más interesante.
Antes de adentrarnos en la reseña propiamente dicha, permitidme una sugerencia. Mathilda, en su conjunto, no se entiende sin la correspondiente biografía de la autora, es decir, de la propia Mary Shelley. Esto no significa que os tenéis que informar sobre la vida de la autora o buscar algún libro al respecto para entender esta novela, que los hay y muy buenos además, de hecho, podéis leer Mathilda sin problemas en ese sentido. No obstante, y desde la experiencia, os aconsejo que le echéis un vistazo a páginas web (y no sólo la Wikipedia), que perdáis el tiempo viendo algún documental de YouTube al respecto, que leáis algún artículo (mejor si es académico) sobre Mary Shelley, incluso podéis indagar en la filmografía y dedicar una tarde de domingo a ver alguna película. La más reciente es totalmente recomendable (y si sois fans de Elle Fanning todavía más), sin embargo, la cinta sólo muestra una parte, muy importante eso sí, pero muy reducida de su vida (y como no, relacionada en parte con la creación y escritura de Frankenstein). Si me hacéis caso, la experiencia lectora será extraordinariamente enriquecedora. Dicho esto, y sin abandonar lo mencionado, comenzaremos diciendo que Mathilda presenta una lectura pausada, pasional y apasionada al mismo tiempo, desgarradora por momentos y rica en calidad literaria. En Mathilda el lector se topa con una belleza en lo que al estilo se refiere. Éste es un texto plagado de metáforas y de comparaciones que llegan a rozar la sinestesia. Eso añadido a la construcción de unos entornos tan hermosos como terroríficos, pues la naturaleza mezclada con ciertos fenómenos naturales (la lluvia, el viento, la niebla...) pueden otorgarle un encanto peculiar y provocar escalofríos a la vez, consigue realizar el sueño de todo lector: que éste acabe trasladándose de pronto a aquellos parajes semihabitados y agrestes de la Escocia más rural. Y lo mejor de todo, que éste no quiera regresar en mucho tiempo. Cada palabra, cada frase, cada diálogo (no hay muchos, pero los pocos que hay son para enmarcar) se asemejan a flechas que, disparadas con un arco, acaban impactando en la barriga, que no en el corazón, consiguiendo esa típica punzada que sólo ocurre cuando el lector se pone en el lugar del personaje, sea real o ficticio. Lejos de inundar de pena o lástima, Mathilda invade la atmósfera de una calma viciada, llena de humo a pesar de transcurrir la mayor parte de la trama en espacios totalmente abiertos, claustrofóbica, agobiante. Al fin y al cabo, lo que Mary Shelley pretende contarnos va más allá de las peripecias de una protagonista huérfana de madre, sino un conglomerado de reflexiones que desempolvan tabúes y una revelación narrativa a la altura de las mejores novelas de terror. A grandes rasgos Mathilda narra la historia de una hija, de un padre y de las circunstancias que rodean esa relación. En ocasiones, lo simple resulta lo más complejo y viceversa, mantra que parece cumplirse con creces en la presente novela. De esta autora británica te esperas todo, incluso lo imposible, como esa profunda tristeza que sufre la protagonista ante la falta de una figura materna, esos flashbacks (tan modernos en su momento) como confirmación a esa máxima que asegura que el pasado siempre fue mejor, esas insinuaciones o referencias a un posible incesto (sinónimo de escándalo)... Es difícil, por no decir imposible, no ver en Mathilda una especie de alter ego de la propia Mary Shelley. Muestra de ello podrían ser esa abrumadora idolatración a una madre muerta, el busco cambio de humor de su padre (que de atento y cariñoso pasa a convertirse en un ser arisco y huraño) o la acumulación de desgracias relacionadas siempre con personas a las que llegó a amar (su marido, su hermanastra o sus propios hijos). No debemos olvidar que Mary Shelley escribe esta novela tras el fallecimiento de Claire y William, sus primeros vástagos, dato que en cierto modo vendría a confirmar una de las teorías más extendidas: que Mathilda fue el resultado literario de un duelo, de un intento por superar el dolor ante la muerte de las criaturas, de sus criaturas, tan humanas y frágiles como el monstruo de Frankenstein. Sea como sea, lo que está claro es que esta novela encierra muchas sorpresas, incluyendo esa narración, esa voz de mujer que el lector, pasmado, escucha desde un lugar tan oscuro, tan tétrico, tan espeluznante... Bajo una capa de tierra y rodeada de silencio.
Una de las palabras que he empleado para describir la lectura de esta novela ha sido "nostalgia" y la verdad no puede ser más acertada. La ciencia parece confirmarlo, existen muchas personas que, por los motivos que sean, creen que en años o en épocas pasadas estaban mejor, eran más felices, con un nivel de vida más alto incluso. Aunque si bien es cierto que la nostalgia, llevada al extremo, puede constituir a la larga algún problema psicológico grave, no estamos ante ninguna patología, enfermedad o síndrome de complicada pronunciación, simplemente ante una realidad más antigua de lo que creemos. El romanticismo sin ir más lejos, movimiento intelectual, artístico y literario especialmente al que se adscribieron autores como Friedrich Schiller, Goethe, Víctor Hugo, John Keats, Gustavo Adolfo Bécquer, Rosalía de Castro, José de Espronceda, Lord Byron, Anne Radcliffe, Mathew Lewis, Giacomo Leopardi, Aleksandr Pushkin y por supuesto, la propia Mary Shelley; contribuyó en gran medida a difundir esta premisa. Este movimiento se opuso drásticamente al capitalismo expansionista de carácter industrial y al racionalismo ilustrado, encontrando en el pasado el sentido a sus premisas y postulados. La naturaleza (cuanto más desordenada mejor), los mitos grecolatinos (recordemos los cuadros de Lawrence Alma Tadema) y los paisajes medievales (castillos, iglesias o monasterios en ruinas especialmente) formaban parte de su imaginario, de su ideal de belleza, de lo mejor que le había pasado al ser humano, de ese idealizado microcosmos preindustrial, antes de que las máquinas, el humo y el proletariado irrumpiesen arrasando con todo. La búsqueda constante de la originalidad como protesta ante la mercantilización de la figura del artista, además de otorgarle una aura cuasi mítica, en un claro intento de retroceder siglos atrás, cuando el escritor escribía por inspiración y no por encargo. La libertad frente a las cadenas. El aire fresco frente a la deprimente oficina. La belleza frente a lo racional. Una mirada idealizada a un pasado que en el fondo nunca existió pero que asentó las bases de un fenómeno nuevo: el culto a la nostalgia. Ahora volvamos al presente. Sí, a nuestra cotidianeidad, a nuestro mudo súper conectado, ese en el que poco a poco estamos perdiendo la capacidad de entablar una conversación mirándonos a los ojos, ese en el que el teléfono móvil se ha convertido en una extensión de nuestra propia mano, ese en el que las redes sociales están siempre ahí para recibirnos con los brazos abiertos, ese en el que la inmediatez ha conseguido domesticar todos los aspectos de la vida. Un mundo de locos, sin duda, pero en el que también hay lugar para la nostalgia. Facebook nos lo recuerda todos los días gracias a su famoso algoritmo, capaz de rescatar momentos del pasado en los que nuestra popularidad (regida única y exclusivamente por la dictadura del like) estaba por las nubes, o eso es lo que quieren hacernos creer. En ese momento nos invade, como es normal, la nostalgia, tal vez desmedida, al estilo de los románticos, al estilo de Mary Shelley en Mathilda, nublándonos la vista, impidiéndonos reconocer que, en realidad, la tecnología ha vuelto a ganar la partida. La nostalgia es humana, común, todos deseamos volver a ciertos episodios de nuestro pasado para revivirlos una y otra vez. El problema viene cuando ésta te la sirven en bandeja de oro, acompañada de imágenes y sonidos incluso, para después desaparecer hasta dentro de un año, dos o tal vez nunca. El oro se convierte entonces en escarcha, en nieve, tan fría como el peor de los inviernos. Por eso, y ante esta nueva realidad que nos devora, es bueno recuperar estas obras y leerlas con calma, justo lo que no hacemos, para darnos cuenta de lo equivocados que estábamos al creer que los emojis, esas divertidas y aparentemente inocentes caritas del WhatsApp, evidencian nuestros sentimientos o nuestros estados de ánimo. ¿Existe un emoji nostálgico? Haced la prueba, buscarlo, seguro que no os pondréis de acuerdo en cuál es el que mejor la representa. La complejidad está muriendo, y con ella la profundidad, en beneficio de lo simple, de lo concreto, de lo que es capaz de aglutinar. Menos mal que tenemos a Mary Shelley para librarnos de esa imposición. Mathilda: una historia de tristezas, abatimiento, muerte, riesgo, pasión, tormentos, escalofríos... El insoportable dolor de la nostalgia.
Frases o párrafos favoritos:
"Mi mente se ensanchaba gracias a su conversación: era como un renacimiento para mí, me sentía invadida por todo el frescor y la vida de un ser nuevo. Desde su llegada era como si, desde un lugar angosto de la tierra, me hubieran transportado a un universo donde la inteligencia y la imaginación no conocían límites."
Película/Canción: sinceramente, se debería considerar muy en serio la posibilidad de adaptar Mathilda al lenguaje cinematográfico, que no al seriéfilo, para asistir a un interesante maridaje entre imagen y texto. Mientras esperamos a que dicho acontecimiento se produzca, os adjunto el tráiler de Mary Shelley, estrenada este mismo año, dirigida por Haifaa al-Mansour (directora de la sobresaliente La bicicleta verde) y protagonizada por una Elle Fanning en estado de gracia. Sin duda, una buena aproximación, aunque con matices, a la figura de una de las grandes autoras de todos los tiempos.
¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de Cátedra