Revista Cultura y Ocio

RESEÑA: Una educación.

Publicado el 19 abril 2019 por Jimenada
UNA EDUCACIÓNRESEÑA: Una educación.
Título: Una educación.
Autora: Tara Westover  (Idaho, 1986). Inició sus estudios en la Brigham Young University con diecisiete años y se graduó en Arte en 2008. Gracias a varias becas pudo seguir estudiando y obtuvo un posgrado en el Trinity College, Cambridge, en 2009. Consiguió una maestría en Filosofía y se graduó en Historia en 2014, después de una estancia en la universidad de Harvard. Actualmente reside en Londres. Una educación es su primer libro, que se ha traducido en 22 países y ha sido aclamado por los lectores y la crítica, además de ser nominada a National Book Critics Circle en la categoría de autobiografías. Está considerado uno de los libros más importantes del año según The New York Times, BBC, Daily Express, Library Journal y Entertainment Weekly, y ha figurado desde su publicación en las listas de más vendidos.
RESEÑA: Una educación.
Editorial: Lumen.
Idioma: inglés.
Traductora: Antonia Martín.
Sinopsis: Nacida en las montañas de Idaho, Tara Westover ha crecido en armonía con una naturaleza grandiosa y doblegada a las leyes que establece su padre, un mormón fundamentalista convencido de que el final del mundo es inminente. Ni Tara ni sus hermanos van a la escuela o acuden al médico cuando enferman. Todos trabajan con el padre, y su madre es curandera y única partera de la zona.Tara tiene un talento: el canto, y una obsesión: saber. Pone por primera vez los pies en un aula a los diecisiete años: no sabe que ha habido dos guerras mundiales, pero tampoco la fecha exacta de su nacimiento (no tiene documentos). Pronto descubre que la educación es la única vía para huir de su hogar. A pesar de empezar de cero, reúne las fuerzas necesarias para preparar el examen de ingreso a la universidad, cruzar el océano y graduarse en Cambridge, aunque para ello deba romper los lazos con su familia.
Su lectura me ha parecido:
   Impactante, dura, brutal, crítica, devastadora, capaz de dejarte con la boca abierta, oportuna, enormemente reflexiva, actual, ¿redentora tal vez?... Hará por lo menos cinco meses desde que me adentré en el complejo y al mismo tiempo reconfortante universo de las clases particulares de Historia y Geografía (por el momento) a chicas y chicos de secundaria y bachillerato de diferentes niveles. Cada alumno es un mundo. Los hay que te miran fijamente mientras expones las causas y las consecuencias de la Guerra Civil Española. Los hay que no paran de tomar apuntes mientras explicas por qué Lenin lleva a cabo la Revolución de Octubre. Los hay que permanecen en silencio, como estatuas, atentos a tu disertación sobre la autarquía. Los hay que preguntan, como si no hubiera un mañana, incluso sobre las cuestiones más inverosímiles como si es verdad que existe un rey de los piratas o si se podría explicar el sistema feudal comparándolo con las películas de El Señor de los Anillos. Los hay que sólo les interesa memorizar para poder vomitarlo lo mejor posible en el próximo examen. Los hay que se conforman con un seis o un cinco. Los hay, en su mayoría, que una vez pasa el periodo de clases a domicilio, consiguen olvidar lo aprendido y seguir con sus vidas sin preguntarse el por qué de las cosas, ni siquiera por qué aún seguimos hablando de memoria histórica y por qué es tan necesaria. Por fortuna, también los hay, que absorben conocimientos, cual esponja, para retenerlos en su interior como verdaderas enseñanzas de vida. En estos cinco meses me ha tocado lidiar con todo ello, en ocasiones con entusiasmo, a veces a desgana y otras por absoluta necesidad económica. Sin embargo, si algo estoy sacando en claro de esta experiencia es que sin educación no se llega a ningún lado. Sin educación es más fácil sucumbir a la manipulación, al engaño, a los falsos bulos, y por tanto, a no ser capaz de organizar en tu cabeza un discurso y una mirada crítica respecto a los temas más importantes, independientemente de su vigencia. ¡Que valiosa es la educación! Pero sobre todo, con que clarividencia y crudeza lo deja bien claro Tara Westover, (autora a la que a partir de este mismo momento tendré en mi punto de vista) en el que ya es uno de los libros del año. Una educación: autenticidad, superación y una huella en la memoria del lector.
   Mi experiencia con la educación, y con el sistema educativo así en general, no ha sido ni lineal ni del todo satisfactoria. Para empezar, nunca he sido una estudiante de grandes resultados académicos (las notas bien lo reflejan), sin embargo, de un tiempo a esta parte y después de reflexionar detenidamente al respecto, creo que como alumna he sido bastante coherente con mi forma de ser, mis principios, mis gustos y demás aspectos de índole personal. Me explico. Si bien era una absoluta negada para las matemáticas (las cuales me trajeron más de una vez por el camino de la amargura hasta el primer curso de bachiller), por el contrario, se me daba bastante bien escribir redacciones, pintar o ser capaz de asociar conceptos e ir más allá de lo que aparece en los libros de texto (algo que en parte se lo agradeceré siempre a los libros, las películas, a la música, a mis padres por llevarme de museos en lugar de quedarnos los domingos en casa viendo la tele y a aquellas primeras revistas de Muy Historia). Pero sobre todo, era consciente de que poseía imaginación, tan desbordante que a veces me daba vergüenza manifestarla delate de los compañeros de clase. Por aquel entonces ya escribía, pequeñas cositas, nada del otro mundo y seguramente con mil y un faltas de ortografía, pero lo hacía, y eso me hacía sentir bien, aunque fuese en la intimidad. A pesar de ello, muy pocas veces conseguí que esas cualidades fuesen tenidas en cuenta o simplemente valoradas, sobre todo por algunos profesores (tanto de Primaria como de Secundaria). Esa obsesión por los números, por la aritmética, por las medias, por ser la o el que mejores notas sacaba de todo el curso me estresaba, y me consta que no era la única. Y lo peor de todo, por lo menos eso sucedía en mi instituto, es que ser sobresaliente era sinónimo de pasión por las ciencias, algo que a día de hoy sigo sin comprender. Poco he hablado de esa clase de Cuarto de la ESO de letras, en la que juntaron a quienes querían en un futuro estudiar una carrera o un ciclo profesional con alumnos que pasaban olímpicamente de estudiar (y por tanto se dedicaban a tocarse las narices y armar follón). De hecho, y esto es completamente cierto, en el instituto al que iba a la clase de letras de cuarto se le conocía como la clase de los tontos y a la de ciencias la de los listos. Tal cual, sin medias tintas.
   Pasando por alto la traumática experiencia del bachillerato (a la cual he dedicado párrafos enteros en este espacio y en la que la angustia y los nervios estaban a la orden del día), mi llegada a la universidad fue estupenda. Creía que por fin se abriría un mundo ante mi. Sin embargo, al final distó un poco de ser idílica pues descubrí que hasta la época de la historia más apasionante puede resultar un calvario si cae en manos de una profesora o profesor nefasto. Después siguió el máster, cursos de escritura creativa, uno de guion... Y en todo, absolutamente todo y a pesar de las deficiencias de nuestro sistema de educación, conseguí aprender más allá de cultura general y conocimientos básicos, sino verdaderas lecciones de vida. Por eso, en cuanto tuve noticias del libro de Tara Westover no pude evitar resistirme a leerlo. Me chocó de buenas a primeras su sinopsis. No podía creer lo que mis ojos estaban leyendo. ¿De verdad me hallaba ante las memorias de una mujer que nunca había ido a la escuela? Es decir, ¿Ante una persona que no sabía si quiera que era el Holocausto antes de entrar en la Universidad? Sí, estaba ante ella, y por supuesto, ante su difícil testimonio. Cuando lo sostuve entre mis manos, sintiéndolo por fin mío tras liberarlo de un papel de regalo navideño, no pude evitar meterme de lleno en su lectura, y como consecuencia, conocer a sus hermanos, a su madre, a su padre, a sus abuelas y todo lo que los envuelve deseando que todo aquello que estaba leyendo no fuese cierto.
   En cuanto el lector se sumerge en Una educación ya no hay vuelta atrás. En otras palabras, que si tenías pensado compaginar este libro con otras lecturas olvídate. No os podéis imaginar lo adictiva que me resultó su lectura, hasta el punto de que retomarla aprovechando la mínima oportunidad (no hace falta entrar en términos escatológicos, ya me entendéis). Esto no fue debido a su estilo (freso, ameno, pulcro y abrumadoramente sincero) sino a la historia que Tara Westover narra en su ¿novela?, ¿autobiografía? ¿memorias noveladas tal vez?... Es en este punto donde debemos ahondar, aunque sean unas pocas líneas, en la peculiaridad de este texto. Pues, si no te llegan a decir que lo que estás leyendo pasó de verdad (insisto, de verdad de la buena) habría pasado perfectamente por un interesante libro de ficción. No obstante, en cuanto el lector se da cuenta de la veracidad de los hechos se queda literalmente de piedra, elevando como consecuencia el valor de lo que acabamos de leer o incluso presenciar. En ese sentido, el texto de Westover sigue la estela de otros autores como Karl Ove Knausgård o Mary Karr, los cuales se valen de algunos aspectos de su biografía para construir libros en los que la línea que separa la verdad de lo inventado es muy fina, por lo que de buenas a primeras no resulta una gran novedad. Sin embargo, si Una educación ha conseguido calar en los lectores no ha sido por explotar el género autobiográfico para construir una narración más o menos convincente, sino por el contenido de ésta y sobre todo por la universalidad de su mensaje.
   Para empezar, Westover nos ilustra la cara más desconocida e insólita de la década de los 90 en Estados Unidos. Mientras la gran superpotencia imponía su poder sobre el resto del mundo lanzando satélites y sistemas operativos al espacio, una familia decide anclarse, por voluntad propia, en la versión bestia y peligrosa del american way of life. Dicho de otra forma, en la inconsciencia de una vida supeditada a los delirios de un padre autoritario, fanático, mormón y firme defensor de las teorías de la conspiración más locas que os podáis imaginar. Con este panorama, observamos como Tara, al igual que el resto de sus hermanos, no va a la escuela, carece de un certificado de nacimiento, no está muy segura de la edad que tiene, y por supuesto, nunca ha sido vacunada. Los electrodomésticos así como objetos tan importantes como el teléfono van llegando poco a poco, su madre (una matrona que ejerce en contra de su voluntad) es la encargada de curarles cuando están enfermos o sufren accidentes (algunos de ellos terribles), el padre obliga a sus hijos a trabajar en el desguace (sin medidas de protección o seguridad) y hasta almacenan conservas de melocotón por si, según el patriarca, se produce un cataclismo y se quedan ellos solos en el mundo. Visto de esta forma, Tara Westover le da una patada a esa imagen tan idílica de la vida en el campo, y ya de paso, un puñetazo en el estómago de los lectores. En esta historia, por fortuna, existen dos puntos de inflexión: el momento en el que, gracias a su bonita voz, consigue entrar en un coro (lo cual la introduce indirectamente en el microcosmos de su localidad) y cuando, instada por uno de sus hermanos mayores, decide seguir sus pasos y prepararse el examen para acceso a la Universidad, ya que las clases que su madre le imparte en casa dejan mucho que desear.
   A partir de ese momento, cuando por fin consigue acceder a la Universidad (y no olvidemos, a un aula por primera vez en su vida) empieza la verdadera lucha: afrontar la evidente ruptura entre lo que ha vivido desde su más tierna infancia y ese mundo al que consigue, no sin dificultad y a trompicones, acceder. En otras palabras, el paso de ser una niña asilvestrada a una culta investigadora. Esta es una historia de superación, sí, pero más allá de eso, lo que importa son los traumas que Tara que aún arrastra, esas heridas cuyo proceso de sanación fue doloroso y lo que implica dejar atrás todas las enseñanzas y modo de vida en contra, por supuesto, de su padre. El choque emocional es brutal, tanto que el lector no puede evitar sentir pena, compasión, querer traspasar el papel para abrazar a Tara y decirle que la entendemos, que la comprendemos, que no se preocupe, que estamos con ella. A todo esto, la propia Westover no percibe su experiencia como un triunfo, sino como un proceso largo en el que la humildad y sobre todo la inseguridad de entonces todavía carga a su espalda. Como es obvio, el proceso de adaptación no es fácil. Tara narra con total sinceridad su supina ignorancia frente a algunos principios básicos relacionados con la higiene, la sexualidad, así como aspectos de cultura general o fobias a medicamentos. Desde pequeña mamó un mormonismo extremadamente fundamentalista, así que le costó mucho desprenderse de ese escepticismo ante las ayudas del gobierno o ese temor a que, un día, dios les libraría de un posible apocalipsis. En Una educación, Tara Westover no reniega de sus orígenes a pesar de haberlos dejado atrás, algo que refuerza la idea de Una educación como una novela constructiva (escrita desde lo contenido y no desde la rabia) y de reconciliación con su pasado, o más bien con su padre, la piedra angular de su infancia y adolescencia cuya sombra aún parece alargada.
   Tras leer Una educación el lector siente impotencia, incredulidad, enfado, tristeza, esperanza... Todo un torrente de emociones que vienen a confirmar o cimentar la base de este libro, el mensaje universal al que antes hacíamos referencia, y es que la educación lo es todo. Sin ella, como Tara Westover nos muestra, no somos nada ni nadie. O lo más duro, que las consecuencias de no haber disfrutado de ese derecho básico pueden traducirse en heridas incurables o que tardan en cicatrizar años. Y lo peor de todo es lo poco que la valoramos en nuestra sociedad. Desde que leí la experiencia de Westover ya no percibo la educación de la misma manera, como si algo se hubiese movido dentro de mi, como si por fin fuese consciente de lo privilegiados que somos al concebir la educación como algo normal. Una vez que cierras el libro, no puedes evitar pensar en todas aquellas niñas y niños que por infinidad de circunstancias (políticas, económicas, sociales o culturales) no pueden ir a la escuela o simplemente les está prohibido. No debemos olvidar, en este punto de la reseña, el caso de Malala Yousafzai (cuya defensa de la educación para las niñas casi le cuesta la vida en su país natal) o la necesidad de educar en igualdad (algo que, por mucho que se empeñen algunos, nunca conseguirán frenar años de reivindicación desde el movimiento feminista). Para finalizar, me gustaría desde aquí darle las gracias a Tara Westover. Gracias por tu franqueza, gracias por tus memorias (las cuales me han volado literalmente la cabeza), gracias por reafirmarme en mis posiciones respecto a la importancia de la educación, gracias por hacer que desprecie a todo aquel que no la valora como toca, gracias por despojarme de toda la hipocresía que en ocasiones me asalta, gracias por demostrarme que hasta en el país más desarrollado del mundo pueden existir un submundo donde la incultura se anteponga al conocimiento, gracias por hablar de tu familia (especialmente de tu padre, grandísimo y temible personaje) y por supuesto, gracias por haberme devuelto la fe en el ser humano. Hay lugar para el aprendizaje, pero también, para las segundas oportunidades, para la redención, para observar un mundo más allá de la Princesa.
   Una educación: una historia de superación, supervivencia, valor, fanatismo, impotencia, sinceridad, lucha, choque emocional... Una vida para ser leída, digerida y reposarla sobre los cimientos de nuestra sociedad.
Frases o párrafos favoritos:
"Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación."
¡Un saludo y a seguir leyendo!

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