Nací en el año 1983. Lo cual significa que crecí, como tantos otros, al amparo de un tipo de cine que prácticamente ya no se estila. Por desgracia.
No digo que aquéllas fueran las mejores películas de la historia, pero está claro que films como “Los Gremlins”, “Cazafantasmas”, “Cuenta conmigo” o “Regreso al futuro” tenían algo, una clase insólita de mágica inocencia, de auténtico sentido de la maravilla, que el cine de los grandes estudios ha ido perdiendo por el camino del blockbuster prefabricado. Volver a ver hoy esas películas de mi infancia consigue que me sienta otra vez un niño, sentado en aquellos grandes sillones del salón de la casa en la que me crié (cuando subido a ellos aún no tocaba con los pies en el suelo) que se han quedado pequeños mientras yo crecía y me convertía en… bueno, algo parecido a un adulto. No sé cuál fue el punto de no retorno, pero esa clase de mística cinematográfica parece ahora exclusiva de firmas como Pixar o realizadores como James Cameron, gente que aún sabe cómo hacer buenas películas para todos los públicos, que no por ser visualmente atractivas deban prescindir de personajes bien construidos y diálogos interesantes. Cine comercial con alma, en resumen.
El paradigma de aquel modo de hacer las cosas fue Steven Spielberg, el tipo genial que lanzó una gigantesca roca esférica sobre un arqueólogo ataviado con un sombrero Fedora, el gran realizador que sólo necesitó 5 notas musicales para establecer contacto con los visitantes del espacio exterior. Pero también el empresario que años después comenzó a prestar su nombre y sus recursos a productos tan casposos como “Parque jurásico 3” o las inenarrables secuelas de “Transformers”. Y, ahora, el productor que mueve los hilos de “Super 8”.
Tercer largometraje del tite televisivo J.J. Abrams tras “Mision Imposible 3” y el relanzamiento de la franquicia “Star Trek”, “Super 8” es un batido de cine con sabor a nostalgia. Su argumento nos sitúa en el pequeño pueblo de Lillian (Ohio), donde una pandilla de niños rueda una película casera de zombies para presentarla a un concurso de cine amateur. Durante la grabación de unas escenas nocturnas en un apeadero de la línea ferroviaria, los chicos serán testigos del brutal descarrilamiento de un tren. Cuando el ejército acuda a silenciar lo ocurrido y una serie de sucesos inexplicables comiencen a turbar la tranquilidad de la localidad, los jóvenes protagonistas empezarán a vislumbrar la magnitud de la situación en la que accidentalmente se han visto envueltos.
Lo primero que llama la atención de “Super 8” es su impoluta factura visual, con una fotografía sensacional que cuida especialmente el aspecto en pantalla de los destellos de luz artificial (algo que Abrams ya parecía tener muy presente en “Star Trek”, donde cada lens flare era una celebración lumínica). Lo segundo, el elevadísimo nivel interpretativo que todos los chavales despliegan en escena. Los dos protagonistas principales (Joel Courtney y Elle Fanning) poseen una expresividad y una química desarmantes. Conste que lo dice un espectador a quien normalmente le dan bastante grima los actores infantiles con cara de niños buenos.
Ayuda, por supuesto, que todos los diálogos funcionen como una maquinaria perfectamente engrasada, saltando del drama al humor y de ahí a la acción desatada sin que el libreto chirríe en ningún momento. El guión de “Super 8” se mantiene siempre en unos efectivos niveles de simplicidad narrativa que permiten, acertadamente, dejar que sean los personajes (y no tanto los acontecimientos que les van sucediendo) quienes lleven el peso de la película. “Super 8” es, también, el mejor ejercicio de dirección jamás llevado a cabo por J.J. Abrams: la cinta está tan bien rodada que a veces uno se pregunta si el creador de “Lost” y “Fringe” no habrá cedido la batuta a Spielberg para que lo sustituya en las labores de realización. Es un gustazo encontrarse a estas alturas con una película de gran presupuesto (quizás no tan grande dados los excesos en que actualmente suele incurrir Hollywood) en la que la claridad expositiva es la norma y en la que los momentos de acción no se suceden como borrones atropellados en los que resulta imposible deducir quién está haciendo qué. Escenas como el impactante descarrilamiento del tren o el ataque al autobús resultan al respecto modélicas, y deberían ser objeto de estudio por parte de los actuales fabricantes de blockbusters frenéticos en los que al espectador se le indigesta la mirada con 100 planos distintos por minuto.
Pero, más allá de cuestiones puramente técnicas, si hay algo que “Super 8” ha conseguido con rotundidad es llegar directamente a mi corazón. De un modo, por cierto, que ninguna otra cinta había logrado desde la maravillosa “Toy Story 3”. Parte de la culpa la tiene el responsable de la banda sonora, Michael Giacchino, que ya había deslumbrado en los scores de “Lost”, “Ratatouille” o “Up”, y que aquí borda nuevamente su cometido con una partitura fiel al estilo con que John Williams enmarcó algunas de las tonadas más inolvidables de la historia del Séptimo Arte.
Sumados todos los elementos, “Super 8” se revela tan fascinante como las correrías de la criatura de “Cloverfield (Monstruoso)” sembrando el pánico en el vecindario donde vivían los protagonistas de “E.T., el extraterrestre” mientras los Goonies lo registran todo con su cámara de vídeo casera. Narrado además con ritmo y sentido de la maravilla, transpirando un reverencial amor hacia ese cine con el que muchos crecimos en los 80.
Y es que estando allí, sentado a oscuras en la sala donde se proyectaba “Super 8”, el niño de 28 años que firma esta reseña volvió a sentir durante casi dos horas cómo sus piececitos infantiles flotaban a varios centímetros del suelo del salón de la casa donde se crió: un pequeño milagro que creí que no volvería a experimentar jamás ante una pantalla de cine.
(“Super 8” se estrena en las salas de España el próximo 19 de agosto).