Revista Filosofía

Reservas secretas

Por David Porcel
Últimamente me interesan aquellas posiciones éticas que, en lugar de procurar conducir la actividad cognoscitiva y técnica hacia buenos fines, tratan de advertir del peligro de un exceso de actividad. El poema de Parménides se limita a poner bridas epistémicas al conocimiento (cuyo único límite está en lo que es, "pues lo que cabe concebir y lo que cabe que sea son una misma cosa") En ningún momento se atisba censura ni reproche morales para quien decide adentrarse en el camino de la verdad. Sin duda, somos herederos de una tradición que, presente ya en el poema del eleata, se ha limitado a censurar el error y la ignorancia. El sabio, dice Platón, es bueno por su naturaleza de hombre sabio.
Muy diferente, en cambio, es la posición de la que arranca el Antiguo testamento, para el que el origen del peligro no es la falta de conocimiento sino un exceso de éste, un exceso de voluntad de conocimiento. El sentido del acto prohibitivo a comer del Árbol del conocimiento radica en la prevención a conocer demasiado, a querer conocer demasiado. El pecador es castigado por desoír la advertencia y dar rienda suelta a su apetito de huir de la ignorancia. También la historia de la técnica -pienso en Los falsos adanes de Ceserani- y la literatura romántica testimonian el miedo a la desmesura, a la invocación de fuerzas sobrenaturales, que a veces alcanza lo trágico.
Todavía en nuestro tiempo atribuimos como causa de los accidentes a una falta de conocimiento o a un error humanos, pero me pregunto si, por detrás y más acá de la voluntad y de la intencionalidad, en un ámbito sustraído de lo fenoménico, no hay reservas de poder que esperan no ser profanadas.

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