En el verano de 1947, a poco de cumplir veinte años, empecé a trabajar como auxiliar contable en una empresa cerealera que tenía sus oficinas en el Centro, cerca de la calle Sarmiento. Hacía poco había fallecido mi madre y estaba por mi cuenta en la vida, sin parientes cercanos, con escasos ahorros y promediando mis estudios de Contador. En ese trabajo conocí, a los pocos días de ingresar, a Juan Carlos, corredor de la compañía, unos años mayor que yo, con el que trabé cierta especie de amistad.
En esos tiempos, las relaciones eran más formales, menos cálidas que lo pueden ser hoy en día. Había ciertas barreras que no se pasaban, palabras que no se decían, pero que no implicaba que el sentimiento de amistad no se estuviera presente. Coincidí con Juan Carlos (González era su apellido), en un par de reuniones por una liquidación mal realizada de sus comisiones y, posteriormente, nos encontramos en forma casual, una vez en un colectivo y otra en un bodegón cercano donde habíamos ido a almorzar.
En ambos casos, Juan Carlos se acercó a hablarme. En principio para agradecerme por la prisa con la que resolvimos el tema de la liquidación de sus comisiones. Luego, con el devenir de la charla, en ponernos al tanto de nuestra situación personal. Juan Carlos había venido de una ruptura con una novia, a la que le había propuesto matrimonio en vano. Alquilaba un cuarto en el barrio de Almagro. Esperaba juntar unos ahorros con el corretaje en la cerealera y en unos años, montar un negocio para independizarse.
Juan Carlos se mostraba como un hombre maduro, seguro, bien parecido, un aspecto saludable y arrollador. Se notaba su fortaleza en la mirada, cierta forma de elevar los hombros cuando enderezaba su espalda, como si pudiera ampliarse a voluntad, llenando el espacio que ocupaba. Su apretón de manos era un signo de su vitalidad, de un hombre que estaba en la flor de la edad. Traje, corbata, impecable camisa blanca, una sonrisa seductora que provocaba el revuelo en el escaso personal femenino que revistaba en la empresa. Brillaba unos gemelos en los puños, un anillo de sello en un dedo y una sonrisa que, aunque franca, escondía cierta oscuridad de algún fracaso sentimental de su pasado.
Pronto nos volvimos cercanos y coordinamos almuerzos y hasta alguna salida a la cancha. Ambos éramos simpatizantes de Boca. Tal vez sin darnos cuenta, sin pensarlo, nos habíamos hecho amigos.
Yo ya estaba establecido en la empresa, con promesas de ascenso por mayor asignación de responsabilidades y encarando la parte final de mis estudios, que marchaban sin inconvenientes hacia la graduación. Fue en esa época que entró a trabajar en mi sección, Telma.
(Continúa mañana)