En los primeros tiempos, Telma me pasó desapercibida. Sabía que la empresa incorporaría nuevo personal y que una auxiliar administrativa vendría a trabajar en el área de mi Gerencia. Telma fue presentada el primer día a todos los integrantes de la sección, como la Señora Lucero. Ese primer contacto no me causó ninguna impresión que recuerde especialmente. Recuerdo, eso sí, que su aspecto parecía de una persona de mayor edad que la que efectivamente tenía. En alguna charla de pasillo con una secretaría del Departamento de Personal, me informé que era Señora pero libre: había enviudado recientemente perdiendo un marido joven por una rara enfermedad que lo había consumido en pocos meses.
Telma tenía rasgos equilibrados, una piel muy blanca, cabello muy negro aunque desprolijo y unos ojos apagados. Toda su apariencia, ahora que lo recuerdo, daba esa sensación de opacidad, de bruma que, rodeando su alma, se expandía a su presencia. Lucía vestidos grises, largos, amplios, sin ninguna señal de elegancia o estilo.
Telma venía, saludaba en voz baja, se sentaba frente a su escritorio, cumplía su tarea y se retiraba puntualmente. Llegaba a horario, acataba las órdenes, nunca generaba inconvenientes y desarrollaba el trabajo sin mayores problemas.
Juan Carlos había venido un par de veces a la oficina a buscarme y no había reparado en ella. Hizo algún comentario, pero nada para ser recordado tantos años después.
Fue como a los dos meses de su ingreso que me encomendaron trabajar con Telma en una serie de temas que habían quedado pendientes de empleados que se habían retirado de la empresa. El desorden de las tareas atrasadas era importante y solicité ayuda a mi superior, quienes dispusieron que Telma me auxiliara en el trabajo hasta ponerse al día con lo atrasado.
Recuerdo como hoy el día que me acerqué a comentarle lo decidido, porque fue la primera vez que me enfrenté con su mirada.
Es algo que me cuesta describir acertadamente. No es que fuera esa la primera vez que nos miráramos. Es otra cosa. Digo... fue la primera vez que me miró. Una energía que me atrapó, algo sutil que me enganchó y quedé tambaleando a su alrededor, tratando de decir algo para disimular mi atontamiento.
A esa edad, quiero aclarar, ya tenía mi experiencia con mujeres. Nada serio. Nada de un amor con todas las reglas. Pero sabía lo que era estar con mujeres, conversar con ellas, enamorarlas y también, porque no, besarlas.
Pero hasta entonces, nunca me había sentido como me sentí ese día con Telma, como mi mundo cambió en una mirada y cómo toda mi vida se modificó cuando me miré en esos ojos, esos ojos que ahora sabía verdes con una estrías doradas que llegaban al extremo de sus iris.
Desde aquella vez, y siempre por cuestiones de trabajo, fui teniendo trato frecuente con Telma. Noté que su habitual formalidad, condescendía con ciertas licencias hacia mí. Una sonrisa, una mirada de reojo, tal vez el roce de una mano, en busca de un lápiz que se resistía a ser encontrado.
También yo noté sus cambios. Había cambiado el peinado, lucía ahora recogido, brilloso, con alguna hebilla dorada o una cinta colorida. Vestía ropa ceñida, ajustada al talle, con un decoroso escote que sugería con discreción. Empezó a usar rouge, tonos no demasiados subidos pero presentes. Y su voz adquirió algunos matices de confidencialidad, de cercanía, que hasta entonces se había cuidado de demostrar.
Pero principalmente, más allá de la vestimenta y su maquillaje, algo interior iluminaba a Telma como no lo había hecho antes, un brillo que brotaba en cada poro, en cada gesto. Su piel brillaba, emitía una energía particular, una fragancia que me mareaba, que me tenía girando a su alrededor, como esos insectos que se atontan en verano ante el resplandor de una lámpara cercana.
No había sido el único que se había dado cuenta de los cambios de Telma. Juan Carlos efectuó comentarios irónicos, intercalados en alguna conversación, con una mirada sonriente al citar mi cercanía. Sonreí cómplice pensando en Telma.
Una noche en particular, tras una jornada en la que nos quedamos después de hora por la confección de un informe que había que presentar al día siguiente, alcanzamos el mayor grado de intimidad. Recuerdo haberla acompañado, dado lo avanzado de la hora, a buscar un taxi en la avenida más cercana. Caminamos uno al lado del otro, sin tocarnos, hasta pasar una esquina a oscuras. En ese momento, ella se apoyó en mí, como si trastabillara contra el cordón de la vereda. La aferré y, tomándola de la cintura, la llevé hacia mí. Podría haberla besado. Pero me quedé a mitad de camino.
Ella sostuvo mi mirada un momento. Y juro que el mundo se disolvió a mis espaldas. Que el único centro era ella y que había perdido conciencia de todo lo que estaba a mi alrededor. Telma irradiaba una luz, una luz pegajosa, una luz que me atraía a su centro.
Me acerqué a besarla. Pero, en ese momento, una picazón en mi nariz rompió el momento. La aparté, en el tiempo exacto para apartar mi cara y estornudar, de costado, cubriéndome con mi mano.
Cuando quise volver, entendí que el momento se había quebrado. Algo intangible se había perdido y la ocasión no era la de hace un segundo atrás. Hasta Telma había vuelto a su bruma. Y yo decidí apartarme, en una decisión que seguí repasando, una y otra vez, en cada uno de los restantes días de mi vida.
La acompañé un par de calles más. Detuve un taxi. Le abrí la puerta. Dejé que subiera y luego cerré viéndola partir.
(Continúa mañana)