Me independicé de la empresa, abrí mi propio negocio con la cartera de clientes que formé en la gestión y me establecí en Pergamino. Me casé con Estela y tuvimos a Gabriel, mi primer hijo.
En cierto modo, mi alma estba satisfecha por el giro que había tomado mi vida. Sin embargo, más de una vez me encontré pensando que hubiera sido de mi vida si ese resfrío no se hubiera cruzado entre Telma y yo. ¿Qué hubiera pasado de haber tenido la decisión de besarla, de no haber existido ese estornudo que lo cambió todo?
Un hombre puede pasarse la vida preguntándose cuándo cambió su vida y cómo pudo remediarlo. Y en la mayoría de los casos no hay respuestas para esas preguntas trascendentales.
No fue mi caso. Yo supe, tiempo después, qué rumbo hubiera tomado mi vida.
Estela estaba recién embarazada, esperando a Clarita, cuando efectué un viaje de un par de días a Buenos Aires, para arreglar algunos temas de negocios. Preferí liquidar algunas cosas con anticipación para poder estar junto a mi esposa en la etapa final del embarazo. Por esos hechos, calculo que debería ser en el otoño de 1953, posiblemente.
Recuerdo haber estado haciendo tiempo tomando un café, en una de las mesas que daba a la calle de un bar de Belgrano. Era un buen día, una tarde templada, apropiada para esperar leyendo el diario a que se hiciera la hora para una reunión que había concertado en la víspera. Me distraje viendo una nota y cuando levanté la vista para tomar el café, la vi.
Venía a mitad de cuadra, del brazo de un hombre mayor, que caminaba dificultosamente apoyándose en un bastón. Telma tardó en mirarme, ocupada en la estabilidad del hombre a su lado. Fue en un momento que se cruzaron nuestras miradas. Y, juro, juro al día de hoy, sentí esa electricidad similar a la de aquella noche que no puedo dejar de olvidar.
Me turbé. No sólo por verla a ella que no la esperaba, si no por rememorar ese sentimiento que creía dormido. Su marca había quedado indeleble en mi alma y no había manera de repararla.
Me levanté y la saludé, extendiéndole la mano. Hice lo propio con el hombre que la acompañaba y me estremecí.
Juan Carlos se aferró a mi mano, con una sonrisa pálida, mecánica.
No lo había reconocido. Había envejecido cuarenta años desde la última vez que nos vimos. Encorvado, arrastraba los pies al caminar, consumido como un hombre al final de sus días. Un aliento pestilente emanaba al abrazarme, fetidez que identifiqué de los dientes amarillentos, probablemente cariados. Le costaba expresarse, se repetía y reía tontamente, como si no estuviera lúcido. Me decía que no estaba bien de salud, que se estaba recuperando, pero que iba a salir, que tenía fe, que la tenía a Telma y que eso le daba fuerzas para seguir.
La miré a Telma buscando una explicación que no se digno a darme.
Ella estaba hermosa, soberbia en su belleza. La piel le brillaba y desprendía un aroma de durazno, una brisa dulzona y atrayente. Telma estaba muy lejos de ser la mujer madura que entró una mañana a la oficina. Parecía una adolescente a punto de florecer, un cuerpo firme sugiriendo roces indecibles. Su juventud contrastaba con el deterioro de Juan Carlos.
No quise imaginarme cómo era su vida en esos años.
Les conté que iba a estar pocos días en Buenos Aires, de Estela y Gabriel y de la nena que venía en camino. Me acarició el brazo, cabeceando con una sonrisa boba, como si entendiera lo que estaba diciendo. Y prometimos un futuro encuentro, un compromiso que sabíamos imposible.
Telma tironeó de él y se lo llevó, perdiéndose al final de la calle.
Una sola vez giró para mirarme. Y me congeló con su mirada.
Por primera vez, desde que la conocí, reparé en algo que no había caído en cuenta en todas esas veces en la que repetí su mirada en mi cabeza: cierto opresivo pulso de oscuridad que había en sus pupilas.
No recuerdo haberme sentado. La impresión debe haber sido tal que mi cara no dudó en expresar mi espanto. Me llevé una mano a la boca y (confieso) no pude disimular un temblor.
Fue entonces que, de otra mesa, se acercó un señor de edad, traje gris y sombrero en mano que, tras disculparse por lo extemporáneo de la interrupción, me pidió permiso para sentarse.
“¿Usted conoce a esa mujer?”
Asentí, intrigado.
“Yo también. Pero permítame primero que le pregunte si conoce al hombre que estaba con ella”.
Le conté de Juan Carlos, de cómo lo conocí, del tiempo que estaba con Telma y lo desmejorado que lo vi, que ese era el motivo por el que estaba tan desconcertado, tan sorprendido por su deterioro físico.
“Lamentablemente, para él, ya está condenado. Como lo estuvo mi hermano”.
(Continúa mañana)