No les negaré que he acabado por cogerle cariño a este señor que vive conmigo y responde al nombre de padre tigre pero a veces me lo pone difícil. Para qué mentir. Esta la semana lo ha bordado. Primero salió huyendo con la vieja excusa del viaje de negocios. Estoy segura de que la mitad de estas escapaditas laborales son ficticias y en realidad se hospeda en un hotel a la vuelta de la esquina para disfrutar de unas horas de silencio. Lo que no creo es que se vaya con otra, el cupo de estrógenos lo tiene más que cubierto. Para hacer honor a la verdad, el martes antes de irse de viaje se levantó a las 5:30 de la mañana y en una hora se planchó nueve camisas y nueve calzoncillos. No todo van a ser defectos.
Ese mismo día, mientras fingía estar muy lejos, hizo un amago de dejarme sin plan del sábado noche alegando que estaría de resaca. Hago aquí un inciso para aclarar que el viernes a eso de las diez de la mañana mi santo esposo y su equipo se personarán en la Oktoberfest con muchas ganas de ahogar sus penas laborales en cervezas de litro. Cómo y cuándo volverán es una incógnita pero ya son cinco años ejerciendo de primera dama y me voy conociendo el percal. De los dos últimos años tengo un tigre de tres metros y una vaca de dos que se trajo al hombro como si fuera lo más normal del mundo. Él lo hace todo a lo grande, no le bastaba con traernos el típico llaverito de recuerdo. Volviendo al hilo de mi cabreo, el silencio que se apoderó de la línea telefónica ante el intento de escaqueo fue tan sepulcral que tardó nada y menos en retractarse. Hay que tenerlos muy cuadrados o ser muy tonto para pensar que después de una semana limpiando culos el sábado me lo voy a pasar poniéndole compresas frías en la frente.
Porque no queda ahí la cosa. Mi marido, ese señor que me hace las niñas divinamente, tiene un sentido un poco retorcido de lo que es la responsabilidad corporativa. Digamos que la fina línea que separa lo laboral de lo personal no acaba de verla clara. Tiene la inquietante costumbre de involucrarnos muchísimo más de lo normal y necesario en su vida profesional. He de admitir que gracias al cielo su empresa está llena de gente encantadora pero no deja de ser algo incómodo pedirle al consejero delegado que te unte la espalda de crema o levantarte con salto de cama y batín para desayunar con el director general y familia. Las magdalenas estaban buenas, no lo negaré, pero secarse el chorrito de leche traicionero con la servilleta de su mujer es para nota. Eso con los jefes, sus mujeres y sus hijos que son una gente estupendísima con la que cenamos, comemos y pernoctamos con regularidad.
Con su equipo no podía ser menos. Quién necesita un hotel corporativo cuando tenemos tanto sitio en casa. Para qué celebrar la cena de navidad en un restaurante de moda cuando se está tan a gusto en nuestro salón con el árbol, la chimenea y el belén de playmobil. Nosotros, las cuatro niñas y diez consultores variopintos. A gestión humana no le gana nadie, sólo nos falta calentarles las pantuflas. Total que aquí me tienen sumida en un zafarrancho de adecentamiento hogareño para recibir esta noche a la comitiva corporativa. Porque la Oktoberfest no se la pierde ninguno. Faltaría más.
Esta noche cuando acueste a las niñas me transformaré en la primera dama que nunca fui y con mi mejor sonrisa forzada haré de cálida anfitriona. Lo que no quita para que mañana los quiera matar cuando vuelvan cantando el Ein Prosit y me despierten a las niñas antes de preguntarme qué hay para cenar.
Pero no sufran por mí. El próximo cuatro de octubre hay una mesa reservada en la Oktoberfest. Y lleva mi nombre. A las once y media de la mañana pienso personarme allí enfundada en mi traje de bávara, sin niñas y dispuesta a todo.
No me esperen despiertos.
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