Jean-Jacques Rousseau
Libro I: Capítulos 1 – 3 y 6 – 8
Este ensayo comienza con una frase absolutamente rompedora (y revolucionaria para su época): “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado”. Rousseau parte de la base de que la libertad es un concepto, ya no solo natural, sino inalienable, razón por la que cualquier relación basada en el dominio de unos hombres sobre otros sería ilegitima para el ginebrino.
El Contrato Social parte de que la dominación se suele sustentar, al menos en sus inicios, en la fuerza y una vez ésta se consolida se trata de transformar en derecho para buscar su perpetuación. Empero, este derecho es contradictorio, o inestable, en el sentido que el único motivo por el que obedecen los demás es porque temen la fuerza del jefe, por lo que si apareciera otra fuerza superior a ésta ya no encontrarían sentido para seguir obedeciendo a la primera. De modo que, no se está hablando de derecho (u ordenamiento jurídico), sino de una relación de dominación basada en la fuerza. De hecho, uno de los aspectos que más trabaja Rousseau es el de la legitimación, por lo que éste cobra especial importancia en las instituciones que propone.
Es vital diferenciar entre el sometimiento de una sociedad y regir una sociedad, porque la voluntad de aquellos que someten a los demás será siempre la suya particular, por lo que no existirá cuerpo político alguno que pueda guiarse bajo las directrices de una voluntad general. De esa manera, ya explicada la necesidad de asociación entre los hombres para poder darse un buen gobierno, se llega al capítulo VI del libro I. Dicho capítulo se encarga de explicar los principios básicos por los que se debe constituir el Contrato Social.
Lo primero que se destaca es que el llamado estado de naturaleza se torna incapaz de superar las adversidades que se le presentan, por lo que se hace necesario que los hombres se organicen de otro modo, para que de esta manera puedan poner en común sus fuerzas. El Contrato Social es el mecanismo ideal para poder canalizar tal disposición de fuerzas y guiarlas en la búsqueda de la felicidad. La cláusula básica sobre la que se asienta este contrato es la enajenación total de todos los derechos de cada asociado a la comunidad. De esta manera, si la entrega es total a la comunidad, será idéntica para todos, por lo que los intereses individuales (egoístas) tenderán a desaparecer. Además, hay que añadir que este tipo de enajenación dota de solidez al pacto, de modo que cada asociado no podrá reclamar sus antiguos derechos, ergo ganará mucho más.
El resultado del pacto es “un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea”, y es este principio del que recibe la razón de ser el acto de constitución. El Soberano, por tanto, corresponde a la totalidad de miembros de la asociación y encauzará la acción que nacerá de este cuerpo (la totalidad) y que podrá plasmarla mediante varios actos. Hay que destacar la relación entre los Súbditos (sometidos a las leyes) y el Soberano, ya que los primeros se encuentran comprometidos frente al Soberano y respecto de otros particulares que al igual que ellos se encontrarán integrados en el pacto. Así pues, se debe entender el cuerpo político (Soberano) como el conjunto integrado por todos los miembros que forman parte del pacto, y por lo tanto no podrá ir contra sus intereses, a pesar de que una persona de manera individual puede “creer” que sus intereses difieren de los da la comunidad. Por ese motivo, se necesita que exista un compromiso que sea plenamente garantizable por el resto de los ciudadanos. Ya que resulta insolidario pretender disfrutar de los derechos del ciudadano (participantes de la autoridad soberana) sin acarrear con los deberes del súbdito. Si estos intereses individualistas triunfaran supondrían la muerte del cuerpo político.
El resultado de este pacto, y el abandono del estado de naturaleza, es el estado civil, en el cual, aunque se hayan tenido que renunciar a las prerrogativas del estado de naturaleza (perdiendo la libertad natural), se ganará la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee.
Libro II: Capítulos 1 – 12
Rousseau plasma con precisión un principio básico de su gobierno en la siguiente frase: “sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común”. Es ese acuerdo, de todos, el principio que debe regir la acción del Estado. Un Estado, en donde la meta debe ser el bien común, no el particular, ni la realización individual, lo que al fin y al cabo derivaría en diferencias.
El ejercicio de esta voluntad, es decir la soberanía, no podrá ser nunca enajenada, en tanto en cuanto que es el pilar fundamental sobre el que se sostiene la sociedad. Del mismo modo, como dicha soberanía es general y corresponde a un cuerpo único, conformado por la totalidad de las voluntades encarnadas en una común, es además indivisible. Esta voluntad general de la que habla Rousseau siempre debería perseguir la utilidad pública. Sin embargo, el pueblo puede ser engañado, y a través de artimañas podría adoptar decisiones que le perjudicara, ya que es obvio que de otra manera no lo haría. El motivo del engaño podría responder a intereses egoístas o sectarios de pequeños grupúsculos o camarillas de gente que solo aspiraría a su propio beneficio. Porque es prioritario distinguir entre la voluntad general (el interés de la sociedad en su conjunto) y la voluntad de todos (una mera suma de voluntades individuales).
En el momento en que aparecen pequeños grupos que abogan por defender sus propios intereses, afirma Rousseau que ya no habrá tantos votantes como hombres, sino como asociaciones que se hayan constituido. Es inevitable aquí resaltar el siniestro paralelismo con los actuales partidos políticos, que tienen unos intereses, en muchas ocasiones, separados del resto del electorado. Así en las instituciones del Estado que quedan copadas por dichos partidos no se representan más que a ellos mismos. El mayor peligro es que una de estas asociaciones llegue a tener un tamaño considerable, y pueda imponerse sobre las demás. En ese momento se estaría hablando de la imposición de una voluntad única, ajena a la general.
El pacto social requiere, por tanto, de una soberanía, que es inalienable e indivisible y que tiene un poder absoluto sobre las personas que conforman el cuerpo político. No obstante, Rousseau, por supuesto, atiende a las diferentes sensibilidades personales que pueden existir en la sociedad, y no se olvida de que son personas privadas e independientes quienes conforman la comunidad. Motivo por el cual, se aclara que la comunidad solo se apropia de lo que le es útil para todos, es decir únicamente exigirá a sus ciudadanos un esfuerzo basado en la razón pública y en ningún caso debería sobrecargarlos con deberes inútiles. Para que se precepto se cumpla adecuadamente, se hará necesario la existencia de legislación al respecto.
Sin embargo, es cierto que los ciudadanos se han de someter a la voluntad general, que se representa a través de la soberanía y que es descrita como una convención del cuerpo (político) con cada uno de sus miembros. Rousseau la entiende legítima “porque tiene por base el contrato social”; equitativa “dado que es común a todos”; útil “dado que no puede tener otro bien que el interés general” y sólida “porque tiene por garantía la fuerza pública y el poder supremo”. Por ello, lo que las convenciones no hayan regulado puede ser disfrutado plenamente por los individuos de la comunidad, pero siempre teniendo en cuenta que el soberano no podría cargar más a una persona que a otra, porque el asunto se tornaría individual.
El contrato social busca, a toda costa, la conservación de sus contratantes, sin embargo no excluye la opción de sacrificios por el Estado, en pro de la comunidad. Asimismo, se prevé que si alguien ataca al derecho social se convertirá, por la propia idiosincrasia del sistema, en traidor a la patria, por lo que dejará de ser miembro de la misma, y se le podrá juzgar más como enemigo que como ciudadano, en el caso de darle muerte.
De modo que, una vez fijada la misión de la voluntad general y conformado, por tanto, el cuerpo político éste tiene que comenzar a funcionar. El instrumento del que se servirá será la ley. La ley será necesaria para unir derechos y deberes, así como para asegurar la justicia, exenta en el estado de naturaleza. La ley deberá ser determinada por el pueblo en su conjunto, a través de la soberanía ejercida, ya que se legislará por y para el pueblo, considerándose él mismo como un todo. Esto será así tanto en su origen como en su destino, motivo por el cual la ley será de carácter general y serán destinadas a la población en su totalidad. La ley para Rousseau jamás puede determinar situaciones desiguales fijando privilegios a personas determinadas por la misma ley.
A raíz de lo expuesto surgirá, inevitablemente, la figura del legislador. Éste deberá ser un hombre extraordinario, que sin embargo, no pudiera mandar nada más que en las propias leyes, de no ser así las mismas podrían servir como engranaje con su otra posible función, y esto nublaría su objetividad. Es menester, por tanto, diferenciar entre la redacción de las leyes y la ratificación de las mismas, que correspondería a todo el pueblo. El pueblo, por tanto, debe ser, según Rousseau, suficientemente bueno como receptor de las leyes que le son redactadas, donde resulta que si el pueblo esta ya cargado de vicios, se volverán intolerantes por completo a cualquier cambio, a pesar de que sufrir este cambio les supusiera realmente un bien y le despojara de una carga.
En lo que concierne al terreno sobre el que se asienta el pueblo, debe ser una proporción adecuada. Se citan ejemplos como el del Estado que abarca demasiado terreno, y por tanto al contar con demasiados niveles administrativos, puede dar lugar a que al ciudadano se le agote con demasiadas cargas impositivas provenientes de los diferentes niveles. Por el contrario, si un Estado es demasiado pequeño no contará con la solidez necesaria para poder mantenerse firme sin ser arrollado por sus pueblos vecinos. Es por todo ello que Rousseau afirma que se ha de encontrar “la proporción más ventajosa para la conservación del estado”.
Otro medidor que utiliza Rousseau es el número de población (ya coincide con los tres elementos de un Estado: Gobierno, territorio y población). La relación que se establece para que sea armoniosa es que la tierra debe bastar al nacimiento de sus habitantes y que hayan tantos habitantes como pueda nutrir la misma. Y ejemplifica nuevamente su razonamiento, arguye que demasiado terreno a abarcar haría las guardias muy costosas así como imposibilitaría llevar a cabo un cultivo óptimo. Por ello, vuelve a instar a hallar un punto adecuado. El mejor modo de recoger su idea respecto a estos apartados es mediante la frase de Aristóteles: “En el equilibrio está la virtud”.
El objetivo de toda legislación debería ser la libertad y la igualdad, y sobre esa base se mueve Rousseau en todo su tratado. Bajo el compromiso de lograr esos fines las legislaciones se deben adaptar a las particularidades de los países en los que se establezcan. Es sensato comprender que un país que disfrute de vastos terrenos fértiles debería volcarse hacía la agricultura o aquellos que limiten con el mar deberían potenciar el comercio marítimo. Si se observan con paciencia los elementos a tener en cuenta se conseguirá una constitución sólida y duradera.
En el capítulo XII se hace una clasificación o división de las leyes. Se distinguen inicialmente tres, y se añade posteriormente una cuarta. La primera distinción es la que corresponde a las leyes políticas, las cuales regulan las relaciones del cuerpo político, o del soberano con el Estado. La segunda clasificación son las leyes civiles, las que se encargarán de regular las relaciones entre los miembros entre sí o con el cuerpo político. En tercer lugar se hallan las llamadas leyes criminales que tendrán como fundamento de su existencia actuar donde exista desobediencia. Por último, se añade otra, que se entiende la más importante de todas, se trata de los usos y las costumbres.
Libro III: Capítulos 1 – 4 y 11 – 18
El Libro III comienza distinguiendo en el propio cuerpo político una fuerza y una voluntad. La fuerza se hallaría encarnada en el poder legislativo, que pertenecería al pueblo como ya se ha visto, y el poder ejecutivo, que no debe recaer sobre quien ostenta el poder legislativo, consiste únicamente en actos particulares.
Por tanto, será necesario que la voluntad general, de la que emanaron las directrices, sea ahora ayudada a alcanzar su fin supremo mediante un cuerpo intermediario al que le correspondan la ejecución de las leyes, así como otros menesteres complementarios. Los miembros de este cuerpo recibirían el nombre de Magistrados y el cuerpo el de Príncipe. Empero, sus miembros, no deben olvidar que serán oficiales del poder soberano, y que pueden ser retirados cuando él mismo plazca, ya que el derecho en ningún caso se halla enajenado. El gobierno se encarga de dar las órdenes al pueblo, que previamente ha recibido del soberano.
Pero, para encontrar el mejor gobierno para cada pueblo se deben tener en cuenta un número determinado de variables. Por ejemplo, cuanto mayor es el pueblo, el gobierno debe ser más fuerte (no necesariamente más numeroso) para poder ejercer un mejor control. No obstante, Rousseau destaca que cada gobierno puede ser bueno para un determinado tipo de pueblo.
Por tanto, el gobierno es entendido “como un nuevo cuerpo en el Estado, distinto del pueblo y del soberano, e intermediario entre uno y otro”. Sin embargo, si el gobierno (el Príncipe como cuerpo) consiguiera obtener un poder semejante al del soberano, y de este modo pugnar por establecer su voluntad particular, dicho cuerpo político debería desaparecer.
Para determinar el número de magistrados que conforman el Príncipe se debe atender a la fuerza que necesite el mismo, porque si bien es cierto que cuanto mayor sea la población el gobierno requerirá mas fuerza, si se aumenta el número de magistrados se puede incurrir en un error, ya que así el gobierno necesitará también más fuerza para controlar a sus propios miembros, de lo que se deduce que cuantos más numerosos sean los magistrados el gobierno será más débil. Rousseau distingue tres voluntades entre los magistrados, la suya individual de cada miembro; la común de su cuerpo y la que corresponde con la voluntad general del pueblo. El ginebrino señala que la voluntad que primará no será la general, por lo tanto llega la conclusión de que si se limita al mínimo el número de miembros del Príncipe las voluntades se van concentrando en menos individuos, es decir si solo hubiera un miembro la voluntad particular y la de cuerpo se hallarían en una misma persona. De esta manera, Rousseau entiende que tendrá mayor intensidad. Por lo tanto la conclusión a la que se arriba es casi obvia, si un gobierno más numeroso es menos intenso, y éste debe aumentar su fuerza cuanto mayor es la población; cuanto mayor sea ésta, menor debe ser el gobierno.
Atendiendo no al número de componentes sino a su organización, Rousseau distingue tres formas: la democracia si las funciones del gobierno recaen sobre todo o casi todo el pueblo, la aristocracia si recae sobre un pequeño número o monarquía si el gobierno queda en manos de un único magistrado. A continuación Rousseau cuando trata de explicar que es la democracia da con la clave cuando dice que “un pueblo que gobernara siempre bien no tendría necesidad de ser gobernado”, aunque posteriormente reconoce imposible la democracia pura, ello no le impide citar unos principios que harían acercarse mucho a la misma. Principios tales como un Estado pequeño, de costumbres sencillas que conviva con una igualdad que se ostente entre los mínimos (o ningunos) lujos.
Empero, al filósofo no se le escapa una cuestión fundamental, y es que ningún Estado u organización política sobrevivirá eternamente, como tampoco hicieron Roma o Esparta (cita él). Por tanto, se ha de procurar constituirlo de la mejor manera, para que dure el mayor tiempo posible, y la clave se halla en el poder legislativo, ya que las buenas leyes sobreviven un largo tiempo, a través del cual forjan un respeto hacía las mismas. Pero, si por el contrario las leyes se debilitaran con los años, sería síntoma de que el poder legislativo perecerá (para Rosseau el poder legislativo equivale al corazón del Estado) y por tanto el Estado también lo hará.
Lo que no conviene olvidar, es que para mantener la autoridad soberana, de la cual emanan las leyes, es necesario que se halle el pueblo reunido, por lo tanto es de absolutamente necesario fijar asambleas periódicas. Y es en esta necesidad donde la teoría rousseniana se impone atemporalmente en la teoría política, ya que se le achaca la imposibilidad de aplicar su teoría fuera de las ciudades pequeñas, pero, y a pesar de que esto no sea lo más deseado por Rousseau, él destaca lo siguiente: “no obstante, si no puede reducirse el Estado a justos límites, queda aún un recurso: es no sufrir una capital, hacer cada villa alternativamente sede del gobierno, y reunir así en cada una sucesivamente los Estados del país.” A ello se le debe acompañar de dotar a todos los territorios de los mismos derechos, así como de una prosperidad económica por igual.
Es por tanto en el momento en el que el pueblo se reúne, cuando el poder ejecutivo queda en suspenso, y aquí Rousseau hace otro alarde de teoría plenamente vigente cuando recuerda que las asambleas de los pueblos han sido siempre el horror de los jefes, y que éstos pondrán mil trabas a su celebración.
No es desconocido que el modelo de democracia que propone Rousseau es plenamente participativa, como del mismo modo rehuye de los parámetros representativos y he aquí su crítica a ellos. “Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos, y tan pronto como prefieren servir con su bolsa antes que con su persona, el Estado está ya cerca de su ruina.” Rousseau opina que cuanto mejor articulado está un Estado más se impondrán los asuntos públicos sobre los privados, y que cada ciudadano buscará el bienestar general y no el suyo propio, puesto que identificará su bienestar particular con el general.
Rousseau demuestra que la soberanía descrita en el Contrato Social no puede ser representada, sin embargo su poder ejecutivo si puede (y debe) serlo. El hecho es que este poder no creará nuevas relaciones, ni derechos, ni obligaciones, sino que simplemente se encargará de aplicar lo que ya ha sido regulado por el propio pueblo. La idea de que unas personas legislen, diciendo representar a otras, es algo que no puede aceptar Rousseau de ningún modo.
Por tanto, no se puede pretender que este poder ejecutivo se vea como un contrato, sino que hay que concebirlo como un acto del soberano que determina su estructura, por lo tanto es una ley. Y a la hora de nombrar a los jefes de ese gobierno, podría ser una consecuencia de la primera ley o incluso un acto propio del gobierno. Hecho que es posible mediante ciertas estrategias ya previstas en la democracia Rousseniana, que ya se encontraban contempladas en otras instituciones como en el Parlamento de Inglaterra de antaño.
El Libro III se cierra previendo las usurpaciones de gobierno, utilizando para ello las asambleas que han de ser periódicas, sin necesidad de convocatoria formal (para que ésta no dependa del Príncipe y no pueda impedirla). Dos puntos siempre precederán la celebración de cualquier asamblea: primero que el soberano esté de acuerdo con conservar la forma de gobierno, y segundo si el pueblo mantiene la administración a aquellos que actualmente la tienen.
Libro IV: Capítulos 1 – 3
Este libro parte de la premisa de que la voluntad general (principio básico de la teoría normativa de Rousseau) es indestructible. Se vuelve a referir a ella como la que nace de un único cuerpo formado por varios hombres reunidos, por lo que conforman una voluntad única. De este modo, el Estado funciona con soltura, sin embargo si ese vínculo social que conforma una única voluntad (general) se deteriora y afloran en su seno varias voluntades particulares (individualistas e egoístas) se ira fraguando el fin del Estado. No obstante, defiende Rousseau, la voluntad general sobrevive, solo que entonces se hallaría subordinada a las individuales, y es en ese momento cuando se aprecia que nunca los ciudadanos se podrán separar totalmente de la voluntad general.
La voluntad general será más dominante cuanto más unanimidad haya en las decisiones que se adopten, sin embargo no cabe olvidar que otro tipo de unanimidad se da por motivo contrario, cuando los ciudadanos pierden la voluntad a causa de la servidumbre. Por ello es necesario establecer un justo sistema de recuento de votos. Exigiéndose solo la unanimidad en el caso del pacto social que da lugar al Estado. Fuera de éste el voto de la mayoría obligaría a la minoría, sin embargo el voto en contra no quiere decir en realidad que alguien no consienta esa ley en concreto, porque lo que se vota es si esa ley es conforme a la voluntad general, de modo que si el resultado es positivo, esa ley también beneficiará a quien votó en contra, solo que no era plenamente consciente. Por otra parte, cuanto más importante sea el asunto a tratar, mayor número de votos serían necesarios para su aprobación.
Para la elección de los miembros que conformarán el poder ejecutivo, es decir los Magistrados del Príncipe, se distinguen dos métodos: la elección y el sorteo. En el caso de que fuera el propio Príncipe quien eligiera a sus miembros, efectivamente el sorteo se contempla como sistema más democrático. Hay que destacar que en una verdadera democracia, formar parte del gobierno se consideraría más una carga. Por el contrario en una aristocracia, si es el propio gobierno quien se elige a sí mismo, el sufragio si tendría sentido. En un último lugar si mezcláramos las dos formas, la elección podría servir para cubrir los puestos que exigen cierto talento, y los sorteos para aquellos puesto que solo requieran sentido común. Mientras en una monarquía no se dan ni sorteo ni elecciones.
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