Resurgir, de Margaret
Atwood.
Editorial Alianza. 252 páginas. 1ª edición de 1972; ésta es de 2008.
Traducción de Gabriela Bustelo.
Imagino que cuando en 2008 le
concedieron el premio Príncipe de
Asturias de las Letras a Margaret
Atwood (Ottawa, Canadá, 1939), ya había leído alguna reseña sobre cualquiera
de sus libros en los suplementos culturales. Recuerdo que me gustó una
entrevista que le hicieron en un periódico español sobre el Príncipe de
Asturias, en la que hablaba de cómo surgió su pasión por la literatura tras
leer de niña Rebelión en la granja de George
Orwell. Esta novela la leo cada año con mis alumnos de primero de
bachillerato. En aquella ocasión, en 2008, llevé el periódico a clase y les leí
las palabras de Atwood sobre Orwell.
También recuerdo la reseña que en
2010 publicó el crítico de El Cultural Nadal Suau sobre El año del diluvio, en la que
mostraba un gran entusiasmo hacia la obra de Atwood, aunque la comentada en ese
momento no fuese su novela favorita. Desde entonces tenía en mente leer a esta
autora. Incluso a mí me resulta extraño no haberme acercado a su obra hasta
2017 (para compensarlo, la estoy leyendo por partida doble: nada más terminar Resurgir
he empezado Por último, el corazón).
Resurgir es la
segunda novela de Atwood, y apareció en 1972, cuando ya había publicado ocho
poemarios. Al buscar información sobre ella en internet, descubrí que el
prestigioso (y polémico) crítico norteamericano Harold Bloom había incluido Resurgir
en su leído y comentado ensayo El canon occidental. La novela la ha
publicado en España Alianza Editorial,
se la solicité y la editorial tuvo la amabilidad de enviármela a casa.
Resurgir comienza con un viaje en coche. La
narradora, junto con sus amigos David y Anna, que son pareja, y su actual novio,
Joe, se dirige a la remota región del norte de Canadá. Allí, su padre vive en
una isla, en medio de un lago. Hace tiempo que la narradora no ve a su padre y un
vecino de un pueblo cercano le ha avisado de que hace semanas que nadie sabe
nada de él. Ha desaparecido. La narradora, que no aún no ha debido de cumplir treinta
años («Él es mayor que nosotros, tiene más de treinta años», nos dice la
protagonista en la página 92, hablando de David), no solo tiene miedo a enfrentarse
a la posible muerte de su padre (la otra opción sería que se ha vuelto loco y
se ha internado en el bosque), sino también a su pasado. En el pueblo y en el
lago tendrá que recordar su niñez, el tiempo que vivió en una casa perdida en
medio de los bosques de Canadá, junto a sus padres y un hermano.
La novela se
sustenta sobre un misterio: ¿qué ha pasado con el padre de la narradora? ¿Está
muerto? ¿Se ahogó en el lago? ¿Se volvió loco y deambula por el bosque como un
animal? Sin embargo, aunque el hecho de la desaparición del padre permite el
avance narrativo del libro, como si de una novela policiaca se tratase,
resolverlo no es el objetivo fundamental para Atwood, que parece más empeñada
en analizar la sociedad canadiense de la época (posiblemente de finales de los 60),
su relación con el medioambiente, con Norteamérica y, sobre todo, la posición
de las mujeres en la sociedad.
Si bien los
cuatro amigos pueden pasar por los clásicos hippies de ciudad, la narradora se
encargará de ir desentrañando lo que se esconde bajo sus ropas desenfadas, su
pelo largo y sus eslóganes antiamericanos. Me ha resultado sorprendente
descubrir que un hippie canadiense de los años 70 (que es el tiempo de publicación
de la novela, 1972), pudiera temer realmente la invasión de Estados Unidos. En
cualquier caso, los norteamericanos no salen muy bien parados en esta novela.
Siempre se los asocia con la destrucción del medioambiente ‒la pesca
indiscriminada, el maltrato animal, el abandono de desperdicios…‒ y la
arrogancia vacía.
Margaret
Atwood es una escritora bien conocida por defender las causas ecológicas y
feministas. Esta novela es una buena muestra de sus ideas discursivas. En el
lago del norte de Canadá, tras los pasos de su padre, la protagonista vivirá un
personal resurgir desde la angustia de la ciudad (donde se siente oprimida, en
muchos casos por figuras masculinas) hasta la libertad de los bosques. «A mí me
molesta ser humana», escribe la narradora en la página 173 al contemplar el
cadáver de una garza que algunos visitantes de la zona (posiblemente norteamericanos)
han clavado en un árbol, seguramente por diversión. El capítulo 14 termina con
los personajes tratando de dormir en la cabaña del lago. Así dice el último
párrafo: «El corazón me daba botes, me quedé quieta, traduciendo los ruidos del
otro lado de la pared de lona. Chillidos breves, crujidos de hojas secas,
gruñidos, animales nocturnos; no había peligro». Al lector le queda claro que
el «peligro» procede de los humanos.
Ya he
comentado que los personajes son hippies; Atwood clava una irónica mirada sobre
ellos que roza la caricaturización. Por ejemplo, el personaje de David dice en
la página 119: «Deberíamos montar una colonia, vamos, una comunidad, aquí
arriba, juntarnos con más gente, huir de la familia urbana nuclear. Este país
no estaría mal si pudiéramos echar a los jodidos cerdos americanos, ¿eh?
Entonces podríamos tener algo de paz». Tras los aparentes deseos de pacifismo,
de abrazo al arte y a la naturaleza, de rechazo de la vida burguesa
convencional, parece latir otra clase de burguesía que tiene que ver,
principalmente, con el deseo masculino de mantener los roles de dominación
machista; y el amor libre no será, en consecuencia, más que el deseo masculino
de dominar a su antojo a cuantas mujeres le plazca.
La narradora
arrastra el trauma de un matrimonio fracasado con un hombre que, bajo su punto
de vista, la obligó a casarse y a tener un hijo que no deseaba, y (tal vez) un
aborto. Este tema del hijo y el aborto no me ha quedado muy claro, porque a
veces Atwood juega a la ambigüedad expresionista.
El estilo es
denso y, como ya he comendado, rico en el uso de analepsis, con el objetivo de
ahondar en el análisis del pasado de la protagonista. Me ha sorprendido que,
hacia el final, la narración se volviera cada vez menos realista, algo que
tiene que ver con la evolución de la psique de la narradora, o tal vez con una
leve vertiente fantástica del relato (no quiero desvelar demasiado sobre esto).
Algunos detalles
narrativos me han desconcertado: por ejemplo, la narradora empieza a hablar sobre
algo o alguien, pero el lector no sabe a quién se refiere. Utiliza un «él» que
puede referirse tanto a su padre como a David. En muchas ocasiones, esto me ha provocado
una sensación de texto quebrado, una incertidumbre lectora que imagino que será
buscada.
Resurgir retrata muy bien una época que he
visto reflejada en otras novelas norteamericanas, pero con la particularidad de
tratarse de una novela canadiense (y desde luego, para un canadiense su
realidad no tiene nada que ver con la de un estadounidense). La voz narrativa
es potente, honda y dolida. Los temas expuestos ‒ecología, machismo social y
diálogo con el pasado‒ son interesantes y constituyen un ramillete de
obsesiones narrativas que definen bien el imaginario de la autora. Sin embargo,
por lo que he leído en internet, tengo la impresión de que Resurgir no es la obra más representativa de su autora, puesto que posteriormente
ha incursionado con éxito en el campo de la especulación científica (creando
varias distopías) y sus novelas se han abierto a una temática menos
convencional. Ahora mismo voy por la mitad de su última novela, Por
último, el corazón, y la distopía que propone me parece más seductora
que Resurgir. Eso no quiere decir que
Resurgir sea una mala novela, sino
que la autora, a pesar de su indudable talento, aún no había desarrollado toda
su personalidad creadora. La próxima semana hablaremos de Por último, el corazón.