“El otoño acentuaba los tonos desolados de aquellos montes oscuros, secos como la tierra de la región. Montes minerales contra el cielo plomizo como si un hacha gigantesca los hubiera astillado durante siglos. Eran las afueras de Cartagena en el camino hacia las playas. Unas afueras que Martín acostumbró a recorrer en estío, cuando la desolación de las rocas se compensaba con un cielo rabiosamente azul y los pueblos de la costa se anunciaban plenos de expectativas, cuando el tiempo tenía otra medida y las montañas eran preludio de reposo, prólogo de una anhelada entrega al mar, al sol, al yodo. Mas aquel viaje, apresurado, urdido en pocas noches, nada tenía que ver con viajes anteriores. A pesar de existir una estrecha relación con aquéllos, era distinto. No sólo por producirse en pleno octubre, en las puertas del invierno. Era distinto porque otras eran las razones que lo habían puesto en la carretera. Iba en busca de un retazo de su historia personal que consideraba imprescindible para terminar la novela que tenía entre manos.”Durante algunos años, quizá hasta 1984, cuando estaba terminando mi segundo libro de poemas (y el primero en el que me reconozco), El vuelo liberado (Endymion, 1986), el cuento quedó embarrancado. Añadí algunos párrafos más, pero poco significativos. Y fue a lo largo de 1984 cuando, sin esperarlo, de forma impremeditada, aquel cuento iría creciendo. Creció con cierto desorden pero lo hizo de tal manera que a principios de 1986 (con 80 ó 90 folios escritos) tuve la certeza de que ya no estaba ante un relato, sino ante la posibilidad de una novela, de mi primera novela. La terminé a principios de 1987, pasé 1988 buscando editorial (una peripecia contradictoria que algún día me atreveré a contar) sin mucho éxito hasta que, un día de diciembre, al ver en una librería ejemplares de una recién nacida colección de narrativa de Fundamentos, tomé nota de la dirección de la editorial y decidí enviar el manuscrito. Me olvidé de él tras esperar algo más de un mes sin tener ninguna respuesta hasta que el lunes posterior a la semana santa de 1989 recibí la llamada de Juan Serraller para comunicarme que había leído la novela, que a Fundamentos le interesaba. Me dio cita para la tarde de aquel día -la cita me llenó de un íntimo entusiasmo- y, horas después me vi entrando en el viejo portal de la calle Caracas y, tras una breve conversación, salí de la editorial con el contrato de edición en el bolsillo y embargado por una extraña euforia..
En Mar de octubre narraba el regreso de un escritor a los lugares donde vivió parte de los veranos de su adolescencia, un lugar en la costa del Mar Menor, entre Los Alcázares y Cabo de Palos, para averiguar la verdad que se ocultaba detrás de dolorosos acontecimientos vividos uno de aquellos veranos. Pues bien, aquellos lugares forman parte de mi vida: aquel fue mi primer mar en los remotos 1963, o 1964, allí me asomé a mis primeros cines de verano y allí construí un peculiar imaginario hecho de interminables mañanas de playa, tardes de obligada siesta y noches que olían a mar y a jazmín. Casi todos los años vuelvo a estos lugares. Y este año 2010, mientras caminaba por la orilla de la inmensa playa de La Manga aprovechando la soledad en que se sumerge en los primeros días de septiembre, pensaba en mi primera novela, en los días vacacionales que E y yo hemos ido acumulando, en los veranos de mis hijos (hoy viviendo sus veranos al margen de nosotros) y en el mundo al que quise regresar con Mar de octubre.
Era un mar accesible, rodeado de pequeños pueblos de pescadores (Los Urrutias, Los Nietos, Lo Pagán) que, por otro lado, yo redescubrí poco después de mi adolescencia en un magnifico libro de Juan Goytisolo, Fin de fiesta, un mar en cuyas aguas se reflejaban las sombras de las montañas minerales que rodeaban La Unión, el pueblo minero de mi abuelo paterno, y cuyos pescadores soñaban, en los tiempos de mis veranos infantiles y preadolescentes, con otros mares, con localidades de tierra adentro en los que llovía con frecuencia y en los que las montañas no eran secas roquedas sino prados y bosques. Toda aquella experiencia, forjada en un tiempo en el que los padres eran jóvenes, en el que las músicas que ambientaban las noches cálidas y húmedas a la vez venían de una Europa y de una Norteamérica casi desconocidas (me refiero a los primeros Beatles, a Elvis, a Johnny Halliday, el peculiar elvis francés) o de las precarias factorías de nuestros primeros grupos (Brincos, Sirex, Mustang...), se reflejó, casi sin pretenderlo en Mar de octubre, se apoderó de aquel cuento que acabó en novela.
Entonces, La Manga era una inmensa lengua de arena, cubierta de matorrales, con refugios de pescadores y ocasionales chumberas. Era un lugar desierto al que se desplazaban yates de recreo y barcas de pesca, al que acudían los primeros turistas del norte de Europa a bañarse en la soledad de unas playas inmensas (así o describe Goytisolo y así lo refleja la fotografía en blanco y negro que podéis ver en esta entrada), todavía no convertido en la ciudad lineal entre dos mares en que se fue convirtiendo desde principios de los 70. Mi personaje, Martín Revuelta, vuelve. Y, con él, con el recuerdo de la construcción de la novela y de los más queridos recuerdos de los veranos de aquel tiempo, regresa el muchacho que fui. Es el poder de la literatura y la pulsión que, desde que tengo conciencia del papel de la memoria, me lleva a volver a los lugares en donde fui feliz (o en donde el paso del tiempo ha creado espacios de felicidad). Hoy circundan el Mar Menor pueblos remozados, con nuevas edificaciones, muy alejados de los que describiera y viviera el Juan Goytisolo que no tardaría en escribir Campos de Níjar tras viajar más al Sur, a tierras de Almería. Entonces eran pueblos con embarcaderos pequeños, con viejísimas edificaciones deterioradas por el salitre y el óxido, con instalaciones balnearias viviendo entre dos nostalgias imposibles, Venecia y Baden-Baden, con paseos marítimos incipientes y con cines de verano, con pensiones junto al mar a las que acudían familias conocidas de Murcia, Cartagena o Madrid, sin grandes hoteles, sin spas (¿o spaes?) y sin lujos. A esos lugares, o a la memoria de esos lugares, vuelve mi personaje en Mar de octubre. La novela cuya acción se desarrolla, a través de un argumento que tiene algo de trama negra, a lo largo de una semana de un otoño reinventado, crecido en pueblos desiertos y en una Manga fantasmal, vacía, casi abandonada, de un año perdido en la segunda mitad de la década de los ochenta.