La metralleta de petróleo de Putin ya no asusta. El rublo vale hoy menos que ayer y más que mañana. Ha caído tan rápido que Apple dejó de vender en su página rusa, incapaz de seguir la velocidad del desplome de la moneda. Mientras los tuiteros rusos apostaban por acertar el nuevo precio en rublos del iPhone 6, en las tiendas a pie de acera las etiquetas de la leche, la carne o la fruta envejecían cada hora. Lo que no han logrado las sanciones de Occidente en meses, lo ha conseguido la caída del precio del petróleo en días. Mientras la economía rusa se tambalea, Obama anuncia que entregará armas a Ucrania.
Los expertos en geopolítica especulan sobre cómo reaccionará Putin. Los lectores de Carrère pensamos en qué hará su pequeño gran enemigo. Poeta, artista, disidente, reaccionario, bolchevique, estrafalario, gamberro, Eduard Limónov debe estar dividido entre su odio a Putin y su amor a Rusia. En las páginas finales de la biografía que le ha hecho famoso – el libro que más me ha hecho disfrutar este año – Emmanuel Carrère convierte a Putin en un espejo mágico de Limónov. El líder ruso y el poeta radical solo parecen estar separados por el éxito del primero. Este retrato de Putin es una invitación a leer ‘Limónov’, un libro donde lo que se narra – la biografía de un hombre único – no es más importante que el cómo se cuenta. Si aún no lo habéis leído, pedidlo en la carta.
CUADERNO DE ROBOS (XVIII)
“Pienso mucho en Putin al terminar este libro. Y cuanto más pienso en él, más pienso que la tragedia de Eduard consiste en haber creído que se había desembarazado de los capitanes Levitin que envenenaron su juventud, y en que más tarde, cuando creía despejada la vía, se le plantó delante un supercapitán Levitin: el teniente coronel Vladímir Vladímirovich. Para la campaña electoral de 2000, publicaron un libro de entrevistas con Putin titulado ‘En primera persona’. Título probablemente elegido por algún comunicador, pero acertado. Podría aplicarse a toda la obra de Limónov y a un parte de la mía. Con respecto a Putin, no ha usurpado el título. Dicen que habla el lenguaje estereotipado de los políticos: no es cierto. Hace lo que dice, dice lo que hace, cuando miente lo hace con tanto descaro que no engaña a nadie.
Si uno repasa su vida, tiene la perturbadora sensación de que es un doble de Eduard (Limónov). Nació diez años más tarde en el mismo tipo de familia: padre suboficial, madre ama de casa, un montón de gente hacinada en una habitación de ‘kommunalka’. Niño enclenque y arisco, Putin creció en un entorno de culto a la patria, a la Gran Guerra Patriótica, al KGB y al miedo que inspira a los cojones blandos de Occidente. De adolescente, fue, según sus propias palabras, un pequeño maleante. Lo que le impidió convertirse en un golfo fue el judo, al que se entregó con tal intensidad que sus camaradas se acuerdan de los chillidos feroces que salían del gimnasio donde se entrenaba solo los domingos. Ingresó en los órganos (el KGB) por romanticismo, porque en ellos había hombres de élite que defendían a su patria, y se sentía orgulloso de que le hubieran aceptado. Desconfió de la ‘perestroika’, aborreció que unos masoquistas o agentes de la CIA se rasgaran las vestiduras por el gulag y los crímenes de Stalin, y no solo vivió el fin del imperio como la catástrofe más grande del siglo XX, sino que todavía hoy lo afirma sin rodeos.
En el caos de los primeros años noventa estaba en el bando de los perdedores, los engañados, y se vio obligado a conducir un taxi. Llegado al poder, le gusta, como a Eduard, que le fotografíen con el dorso desnudo, musculoso, en pantalón de faena, con un puñal de comando en el cinto. Al igual que Eduard, es frío y astuto, y sabe que el hombre es un lobo para el hombre, solo cree en el derecho del más fuerte, en el relativismo absoluto de los valores, y prefiere inspirar miedo que sentirlo. Como Eduard, desprecia a los lloricas que consideran sagrada la vida humana. Ya puede la tripulación del submarino ‘Kurks’ tardar ocho días en morir de asfixia en el fondo del mar de Barents, ya pueden las fuerzas especiales rusas gasear a ciento cincuenta rehenes en el Teatro Dubrovka y masacrar a trescientos cincuenta niños en la escuela de Beslán: Vladímir Valdímirovich comunica al pueblo noticias de su perra, que ha tenido cachorros. La camada está bien, se alimenta bien: hay que ver el lado bueno de las cosas.
Le diferencia de Eduard el hecho de que ha triunfado. Es el amo. Puede ordenar que los libros escolares no sigan hablando mal de Stalin, meter en cintura a las ONG y a los hipócritas de la oposición liberal. Por guardar las formas, se inclina sobre la tumba de Sájarov, pero conserva en su despacho, visible para todo el mundo, el busto de Dzerzhinski (el fundador de la ‘Checa’). Cuando Europa le provoca al reconocer la independencia de Kosovo, declara: “Como quieran, pero entonces Osetia del Sur y Abjasia también van a ser independientes, vamos a enviar carros a Georgia, y si no nos hablan educadamente vamos a cortarles el grifo del gas”. Estos modos viriles, si tuviera buena fe, deberían maravillar a Eduard. En lugar de eso, al igual que Anna Politkóvskaia, escribe panfletos donde explica que Putin no solo es un tirano, sino un tirano grotesco y mediocre, a quien le ha caído en suerte un traje que le queda demasiado grande.
La falsedad de esta opinión me parece manifiesta. Pienso que Putin es un hombre de estado de gran talla y que su popularidad no solo se debe a que la gente está descerebrada por los medios de comunicación a sus órdenes. Hay algo más. Putin repite en todos los tonos algo que los rusos tienen una necesidad absoluta de oír y que puede resumirse así: “No tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas que setenta años de su vida, de la vida de sus padres y de sus abuelos, que aquello en lo que creyeron, por lo que se sacrificaron, el aire mismo que respiraban, que todo eso era una mierda. El comunismo ha hecho cosas horribles, de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los intelectuales occidentales exponen hoy como obvia es una ignominia. El comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y que daba confianza en él. Había inocencia en aquella fe, y en el mundo despiadado que vino después cada cual la asocia confusamente con su infancia y con las cosas que te hacen llorar cuando respiras bocanadas de la infancia”.
Estoy totalmente seguro de que Putin era totalmente sincero al pronunciar esta frase que he destacado del libro (“El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”). Estoy seguro de que le salía del fondo del corazón, porque todo el mundo tiene el suyo. Habla al corazón de todo el mundo en Rusia, empezando por Limónov, que, si estuviera en su lugar, diría y haría ciertamente todo lo que dice y hace Putin. Pero no está en su lugar, y el único que le queda es el de opositor virtuoso – tan incongruente para él – que defiende valores en los que no cree (democracia, derechos humanos, todas esas chorradas), junto con personas honestas que encarnan todo lo que él siempre ha despreciado. No es del todo jaque mate, pero aún así, en estas condiciones, es difícil saber dónde estás”
‘Limónov’. Emmanuel Carrère. Anagrama. Barcelona, 2013. 398 páginas, 19,90 euros.