El uso del término populista es tan sólo una fórmula estudiada ante la realidad de que el fantasma del fascismo amenaza nuevamente a nuestra sociedad.
España se despierta a la sombra del fascismo bajo la herencia histórica de un pasado no olvidado y ahora más activo que nunca desde la muerte del dictador, tal vez revitalizado con las indescifrables ideas de Donald Trump que parecen ser incluidas en el nuevo ideario estrafalario y disparatado del fascismo moderno. ¿Cuánto de fascista hay en VOX? Bueno, a la vista está en su discurso. Pero, ¿cómo de real es el fascismo maquillado del PP de Casado o de Cs y Alber Rivera?
Posiblemente la cuestión de más compleja respuesta, y por consiguiente, el origen del uso y abuso del término últimamente sea la de entender este crecimiento, retorno o nacimiento del movimiento ultraderechista en toda Europa. Pero esto es lo que suelen traer las crisis económicas; la dislocación de la opinión púbica. La desarticulación del sentido común.
No hay una sola definición de lo que está sucediendo. El fascismo emergente es un género de ideología política cuyo núcleo quimérico se basa, en todas y cada una de sus diversas variaciones, en un renacido populismo ultranacionalista. La carencia de una base teórica comparable a la del socialismo hace más sencillo hablar de grupo o conjunto de individuos con un acervo rancio en común, antes que de una ideología social, política o filosófica concreta.
Resulta inútil explicar y entender este crecimiento del fascismo fuera de su contexto, tanto nacional como internacional.
En este contexto, el movimiento fascista, anticomunista y connivente con el orden social tradicional, caza, toros, y la mujer en casa y con la pata quebrada, se presenta como una solución atractiva para las clases medias.
En nuestro país, las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema han sido la de un Estado ajeno a un pueblo cansado de padecer penurias y cuyos mecanismos de gobierno no han funcionado correctamente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que ya no confían en el sistema; unos movimientos sociales de desarraigo que amenazan la estabilidad como es el caso catalán, o que así lo pareciera; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de inmigración. En estas condiciones, las viejas élites caciquiles, privadas hoy de lo que en otros tiempos tuvieron, se sienten tentadas a recurrir a los radicales contextos extremistas, como hicieron otros carcas antes que ellos.
Sin embargo, y pese a su insólito triunfo en Andalucía, el fascismo no puede volver a encontrar un contexto propicio de convulsión social. No podemos permitírnoslo. Hitler también accedió al poder por la vía parlamentaria y constitucional.
Sus aspectos subversivos se anulan con rapidez una vez en el poder, eso sí, después de anular toda clase de oposición, tanto interna como externa, instaurando por consiguiente dictaduras totalitarias hasta el fin de sus días.
Esta claro que la amenaza independentista en Cataluña ha atascado a España en un clima de auténtica tensión, no ya sólo política, sino también social. Y es que llevamos ya muchos meses en que las constantes concentraciones y manifestaciones a lo largo de todo el país se han ido tornado como algo habitual. Y algunos vivos han visto en esto un filón para incendiar ánimos y escalar posiciones.
Los españoles no merecemos que por culpa de una banda de nacionalistas independentistas venga otra banda de nacionalistas fascistas unionistas a romper entre ambas las estabilidad política que tanto nos ha costado instaurar a los demócratas.