Revista Cine
En una encuesta realizada entre la crítica española en 1976, los colegas de la Madre Patria eligieron El Verdugo (España-Italia, 1963), séptimo largometraje de Luis García Berlanga, como la mejor película española de toda la historia. A lo mejor usted piensa que esta etiqueta es abusiva -¿y Viridiana (Buñuel, 1961), apá?- pero, bueno, a lo mejor, usted no ha visto El Verdugo.Sobre un argumento escrito por el propio cineasta en colaboración con Rafael Azcona y Ennio Flaiano, El Verdugo es una de las más devastadoras comedias de costumbres -sociales, familiares, políticas- que he visto en mi vida. La historia es sencíllisima: el amable y joven enterrador José Luis Rodríguez (Nino Manfredi) se ve obligado a heredar la siniestra chamba de verdugo que su suegro Amadeo (José Isbert, ¿quién más?), a punto de jubilarse, ha ejecutado (pun intended) desde hace más de 40 años. José Luis está acostumbrado a ver muertos a diario, pero no a matarlos, así que es literalmente arrastrado a aceptar tan tremebunda chamba debido a sus crecientes responsabilidades: el obligado matrimonio con la hija de Amadeo, Carmen (Emma Penella), quien llega al altar con la cigüeña sobrevolando la iglesia. La capacidad de observación que demuestra es filme es impresionante, sea en el retrato de las rutinas burocráticas del Estado dictatorial franquista -la escena de Don Amadeo lidiando con la tramitología gubernamental-, sea en las dinámicas de poder económico tan naturales y evidentes por todos -la boda de José Luis con Carmen, celebrada con una sola vela prendida-, sea en el avieso diseño de producción de Luis Argüello -la herradura de la buena suerte arriba de la puerta del hogar de Amadeo, el macetero vacío que parece arma de ejecución-, sea en las contadas pero desternillantes piezas de humor cruel, como la ya mencionada secuencia de la boda. Uno podría pensar que estamos ante una película de "argumento", en la que la sátira y la crítica están por encima de todo y, de alguna manera, así es. Pero esto no significa, para nada, que García Berlanga es un mero ilustrador: el cineasta era un maestro de la funcionalidad en cuanto a la puesta de imágenes se refiere -la cámara de Tonino Delli Colli se mueve con una destreza y elegancia ejemplares, reconstruyendo el encuadre cada vez que los personajes se mueven dentro de él- pero hace mucho más que eso: encuentra la escena perfecta para mostrar, visualmente, la negra e hilarante paradoja moral del filme. Me refiero a la célebre toma en la que José Luis es arrastrado a cumplir con su primera chamba de verdugo como si él fuera el condenado a muerte, mientras el sentenciado próximo a ser ejecutado avanza con una tranquilidad y entereza casi religiosas.La descripción de los tres personajes centrales no tiene tampoco desperdicio. Don Amadeo es un viejo bonachón y hablantín que confiesa no tener coraje para dejar el cigarro, pero que ha aprendido a comportarse como todo un hombre cuando tiene que usar el garrote vil. Carmen, su hija, es una mujer pragmática, más que manipuladora que, a punto de ser dejada por el tren matrimonial, encuentra su tabla de salvación en el agradable José Luis. Y, por supuesto, está el desafortunado enterrador, blando en el corazón, débil de carácter, que toma cada paso empujado por Amadeo, por Carmen, por las circunstancias, por la vida, por las moscas... No es un monstruo y nunca lo será: pero representa, tal vez, algo peor: aquel "españolito" de Machado cuyo corazón ha sido helado por esa España que bosteza... y que, además, voltea para otro lado.
El Verdugo se exhibe hoy en la Cineteca Nacional a las 18:45 y 20:45 horas.