El otro día, una de mis pacientes de Rendu me preguntó preocupada: ¿Qué será de nosotros si la reventamos? El motivo de su preocupación es que esa mañana la consulta había sido algo más caótica de lo habitual, hubo un rato tranquilo, pero solo fue el presagio de la tempestad.
Llegué al hospital avisada de que ese día vendrían 4 pacientes de Rendu, algo muy llevadero; a eso hay que sumar urgencias, recomendados y algún paciente extra, de mis habituales, que vienen a mi puerta porque ya saben que no sé decir no. Vi con calma las urgencias de primera hora y en el ínterin me llamaron otros tres Rendu para preguntar si podría atenderles. Durante un rato, esperé a que llegaran, cosa que hicieron todos a la vez. El truco para atenderlos cuando eso sucede es alternarlos: pongo algodón con anestesia a todo el mundo, y mientras a los últimos les hace efecto, empiezo a pinchar a la primera víctima de turno, que dará el relevo al siguiente mientras la segunda tanda de anestesia surte efecto. Durante la espera, hacen corrillo, se conocen y se ponen al día.
El problema surgió cuando el miembro más joven de una familia se mareó. ¿Cómo alternar enfermos con alguien tirado en la camilla? En ese estado no podía mandarlo a la sala de espera. ¿Cómo decirle a su padre que saliese dejándolo así? Sin embargo, había que seguir y no disponía de más hueco donde meterme.
Aproveché la buena relación entre los pacientes para llevar la tertulia al interior de la consulta. Durante un rato, aquello se asemejó bastante al camarote de los hermanos Marx, el único que no hablaba era el joven de la camilla. De vez en cuando, me tocaba intervenir e interrumpir la conversación para secuestrar e infiltrar a alguno de los interlocutores. El único aderezo que faltaba era que subiese alguna urgencia y, ya puestos, ¿por qué no hacer una película redonda? Aún así, los pobres extras se quedaron en la sala de espera.
A pesar de los temores de mi paciente, no reventé. No obstante, unos días más tarde el destino decidió comprobar mi resistencia y se empeñó en demostrarme que todo es susceptible de empeorar. ¿Un día malo? ¡Ja!
Las mañanas de urgencias son las mejores para hacer cosas fuera de programa, las que tengo copadas con los Rendu dan poco más de sí y siempre viene bien un día extra de busca para repartir la carga. Sin embargo, esa mañana las cosas se torcieron desde el principio. A las enfermeras se les complicó la prueba de primera hora y eso atascó el resto de las consultas. Cuando la situación parecía que iba a remontar, una de las curas se puso a sangrar y se mareó; el problema de las especialidades es que las generalidades de la medicina se pierden en el proceso de la especialización y salvo tumbar al mareado y levantarle los pies, poco más sabemos hacer. Las enfermeras son de gran ayuda, le cogieron una vía y le pasaron un suero, pero al no mejorar con esos primeros auxilios, hubo que trasladarle a urgencias. En ese tiempo, que no fue corto, el resto de la actividad se bloqueó sin remedio.
Los pacientes se acumularon, las pruebas también. En la sala de espera se respiraba la tensión (a veces es una suerte ir sin aliento). El que varios guardias civiles custodiaran a un preso en la sala seguramente sirvió para que nadie estallara, aunque los presos también alteran la dinámica de la consulta.
La mañana de busca se conoce más oficialmente como de imprevistos, y nunca hizo más honor al apelativo que ese día. No solo se complicó todo lo complicable, sino que, por supuesto, aparecieron los pacientes previstos y las urgencias (que entran dentro de la previsión) y también surgieron esos imprevistos que le dan nombre, casos que requerían tiempo y en los momentos de mayor agobio. Mi pobre madre pasó por allí a saludarme cuando terminó de hacerse la prueba que tenía citada y se marchó después de enviarme un beso, ni siquiera me avisó antes por si la acompañaba, es consciente de que me gustaría hacerlo, pero la única manera de pasar un rato con mi familia en la consulta es si soy la médico que debe atenderlos.