Para estarrr bien inforrrmado,
Radio Caracol. Estamos donde está la noticia. Y seguimos con la programación de
hoy, viernes, 13 de junio, cuando son las siete y treinta de una mañana
calurosa. Así que les recomiendo dejen el saco en casa. El tráfico en este
momento en el nudo nort...
Alguien golpeó con
decisión los barrotes de mi puerta. Aquel día ya no volvería a escuchar la
radio. Lo que ocurrió después, se cumplió tal y como tantas veces lo había filmado
en mi cabeza.
—¿Qué tal Novelitas,
hace calor, ¿eh? —dijo El Carate
abanicándose la cara con la mano boba.
—Qué le trae por esta humilde celda a
la mano derecha del comandante... Su olfato le engañó si viene buscando
plata...
—Mire Juan, no sea chambón que no
tengo ganas de oler a muerto tan temprano —soltó—. El jefe requiere su
presencia y yo vengo a llevarle. Apúrese. Ya estamos tardando.
Dejé entonces el libro abierto sobre un montón
de papeles manuscritos que descansaban sobre la mesita y me apresuré a calzarme
las botas militares con la rapidez de alguien a quien no le queda otra que
hacerle un favor a un enemigo mediocre. Aquellas botas altas y gruesas las
había conseguido en el mercado negro de La Picota por mil pesos, y las guardaba como un
tesoro. En la cárcel era imprescindible protegerse, al menos los pies, uno nunca sabía lo que tu
suela podría encontrarse. El resto de mis ropas eran idénticas al resto de la
tropa incluido el pantalón gris, lleno de manchones de aceite, y con la
cinturilla tan floja que tenía que atarme una cuerda alrededor para
sujetármelos. El uniforme de un preso decente se completaba con una camiseta
vieja y un chaleco oscuro.
Fue así, por mediación de su pequeño
sabueso de cejas bigotudas, la manera en la que el Comandante entró en contacto conmigo. El
Carate, como lo llamaban los presos, hacía honor a las manchas lechosas que le cubrían
el rostro, y que él se esforzaba por esconder bajo una gorra militar.
Salimos de la celda, que abandonaba sólo para ocasiones especiales.
Odiaba respirar el hedor que recorría aquel nudo de galerías, infestadas de
hombres sucios. La avidez de sus miradas enturbiaba de un plumazo la idea
razonable de sobrevivir al día. En aquella guandioca, ya podrás figurarte que
la vida no costaba nada, viejo, y ese era el único dogma que todos creíamos al
pie de la letra. Desde los guardias, hasta el peor hijueputa malparido tenía
aquello bien grabadito en la cabeza.
Escogimos uno de los pasillos atestado de hombres desparramados por el
suelo. Unos jugaban a las cartas, otros charlaban, la gran mayoría tan solo
miraba la pared que les caía enfrente. Apenas me atreví a detener mis ojos
sobre nadie, no fuera que algún pobre diablo me malinterpretara y se me echara
encima como un perro de presa. Y es que, aunque te cueste creerlo, aquí donde me
ves con el uniforme, con tanta chapa relumbrona en la pechera, te juro que nunca
fui un tipo con coraje, sino más bien un fantoche que se va librando.
—Si, soy un miserable lebrón —murmuró con aire resignado, doblando el
pescuezo.
Mientras caminábamos, preferí fijar la vista al suelo, que nunca adiviné
si era de cemento, de baldosas o de qué
carajo. Los escupitajos, las colillas, los orines, y otras basuras. Tanta
mierda junta y pisoteada había tejido una especie de alfombra blanda. Para los de afuera eso éramos: mierda
almacenada dentro de un edificio de alta seguridad, mientras en la ciudad de
Bogotá, otra mierda seguía jugando a la “mordida”.
— Tenés que ir un día si querés ver ruinas humanas —me dijo mi amigo amagando
una sonrisa, y volvió a pegarle otro trago al whisky.
Sí, íbamos por aquel corredor, El Carate delante, y yo tras sus botas,
aguantándome unas horribles ganas de
vomitar. Te juro que aquel olor no lo respiré jamás en mi vida. Ahora mismo,
mientras te lo estoy contando me vuelve la repugnancia. Agradecí el momento en el que atravesamos la
última puerta y llegamos al patio donde pude llenar los pulmones de aire.
Sentados en las bancas con la
mirada encabritada, los sicarios fumaban basuco, con la pistola pegada al
pecho. Esperando, como putas jóvenes a que llegara un cliente con el encarguito
de llevar un mensaje: "no es nada personal." , y después coserlo a
balazos.
— A Jonás lo mató anoche El Culebra, aprovechando que El Farolas se fue a
la zona de los paramilitares a cerrar un negocio —dijo un fulano al pasar a su
lado.
— Ahora entiendo tanto cicatero junto. Tenemos que reunir a los manes.
—Le contestó otro.
— Trece puñaladas le metió al cuerpo. Habrá que andarse con ojo. Hablo
con El Tornillos para que negocie con los tombos. Necesitamos munición. Ahora
vuelvo.
Entendí entonces porqué unos pasos más allá, el cura celebraba una misa
sobre un altarcito portátil lleno de Marías Auxiliadoras y Corazones de Jesús.
Un grupo de jóvenes tatuados, que apenas alcanzaban los dieciocho, sujetaban
entre sus dedos estampitas bendecidas, y haciendo la señal de la cruz con la
devoción de las viejas. En La
Picota, como no podía ser de otra forma, Medellín tenía su
representación. En realidad, allí se concentraba Colombia entera. Con sus
ciudades y sus distritos, con las mismas guerras que hay acá afuera.
Cuando El Carate me hizo bajar a los sótanos, pronto me percaté que
rostro pálido estaba agradeciéndome el recibimiento que yo le había ofrecido
cuando apareció por mi celda. Aquella amabilidad me la devolvió con un recorrido
turístico por el infierno. Pero no medié palabra, ni le di a entender que me
estaba jodiendo de veras, porque llegado el momento necesitaba tenerlo a mi
lado.
Abajo no había estado nunca antes, ni regresé jamás. El aire era
especialmente corrosivo, también el pedazo de suelo húmedo que uno tenía bajo
los pies era lo más valioso para los que aún se mantenían vivos, aunque fuera a
costa de ir pudriéndose lentamente, por dentro y por fuera. Los rostros
macilentos se alongaban por encima de aquellas hileras de hamacas que se
prolongaban hasta el final de las galerías subterráneas.
Los que vivían arriba los llamaban los hombres murciélago, porque vivían
pegados a los techos. Cuando vieron al Carate, muchos se cuadraban.
— ¡Viva Colombia, una, grande y libre!
Vitoreaban al subcomandante. Y qué tal está el jefe, dele recuerdos a su
señora esposa de parte de María Soledad, la hija del carnicero de Cauca, no se
olvide. Aquellos lo trataban con respeto y confiaban en que el militar transmitiera
el recado cuando llegara a la superficie. Al Carate le creció la hombría,
erguido se retorcía el bigote muy sobrado. De pronto se paró en seco, sin motivo alguno, sacó el revólver, y
volteándose me apuntó a la cabeza. El miedo me obligó a cerrar los ojos. Se
acabó Juárez; esto se acabó. Me repetí. Oí el disparo, y el estallido fue la mismísima llamada del
diablo. Se escucharon unas risas apagadas. Abrí los ojos. Allí seguía, y el cara
de leche haciendo el machito a mi costa. Riéndose se pegó a mi nariz obligándome
a oler su aliento revenido.
— Carajo, Novelitas, no me diga que las ratas le dan miedo. Yo que
pensaba llevárselas a su madre para que le hiciera esta noche caldo, —y mirándome se detuvo en mis viejos
pantalones—, pero ya veo que el agua se la echó encima como un niño ruin.
Esta vez los hombres se reían haciendo bulla. Chambón, hijueputa, y no sé cuantas lindeces más me dijeron. Me
botaban cosas encima hasta que el subcomandante dio la orden de que parasen. Me
desplomé, viejo, ya te he dicho que nunca he tenido los güevos de un potro. En
aquel momento sentí que todo se iba al carajo. Ni revolución, ni misión, ni
madre que la parió. Yo era un cagaíto, una marica, que sólo sabía empuñar la
pluma y pavonarme hablando de libertad, igualdad, y de la distribución
equitativa de la riqueza.
Uno no cambia un país con Marx, Kropotkin y todos esos hijueputas de
intelectuales. Pero sin ellos tampoco se podría cambiar. ¿No crees amigo?
Y pese a todo, en aquel momento, no sé cómo, me recompuse pronto.
— Pero qué perro es usted, mi subcomandante —dije dándole un pico en la
boca que lo dejó descompuesto mientras los demás seguían con la juerga—Qué hijo
de la gran puta, —continué agarrándolo amistosamente por el hombro—. Cuando sea
comandante, recuérdeme que le debo una, güevon — mientras le daba palmaditas en
el cogote.
Pudo haberme matado en aquel momento pero le hizo mucha gracia mi salida,
y anduvo riéndose lo que duró el camino. Tenía el orgullo hirviéndome en la
sangre, pero tenía que manejarme con tiento. Lo había proyectado tantas veces
en mi cabeza que ahora no podía salir mal. Continuamos un poco más, y la última
puerta nos escupió a la luz del sol. Nadie de allí dentro hubiera creído jamás
lo que yo estaba viendo entonces. De pronto fue como estar en el barrio de
Santana, el olor a pan recién horneado, las verduras frescas se mostraban en el
puesto, junto a la piña, la guayaba, el guaraná, el color inundaba aquel patio
con una fuente fresca. El Carate,
saludaba a los guardias que tomaban tranquilos una cerveza en una banca
al sol. Cuántas cosas pasaron por mi cabeza y cuánta amargura. Desde este lado
bien oreado se hacía la revolución y salían las órdenes de insurgencia que teníamos
que acatar los del otro lado, los despojados de toda dignidad humana, los del
Sur. Los que mataban las horas sobre colchones viejos que olían a cola, engañando las barrigas con potaje de gorgojos
y fumando para matar el tiempo, no fuera que la victoria los pillara durmiendo.
Cuantas falsedades, viejo. Que nos
engañaban ya lo sospechábamos, pero aquel día la gran farsa la vi con estos
ojitos, compadre. El comandante lo manejaba todo, el dinero, la droga, las
armas, también el destino de un hombre lo decidía en fracción de segundos. Él
era el dictador de una maquinaria compleja sostenida por corruptos. El Carate
imaginando lo que pasaba por mi cabeza me miró.
— No imaginaba esto, ¿verdad Novelitas? Se puede vivir muy bien dentro de
la cárcel si uno quiere. Ahora puede tener esa oportunidad.
— Tiene razón, no me esperaba que la señora revolución viviera a cuerpo
de reina. Lo mismo me prostituyo.
El Carate volvió a reírse con mi ocurrencia.
—Me cae simpático doctorcito, a todo le encuentra chiste —comentó con
socarronería—. Vamos, el comandante se estará preguntando donde coño nos hemos
metido —dijo, mientras con la mano me
invitaba a entrar en una pequeña oficina.
— A sus órdenes mi comandante. Le traigo al doctor Romero como pidió.
— Qué, ¿se perdió, Flores?, porque parece que le ha costado atravesar el
patio. La próxima vez lo mando una semana para que memorice el camino.
— Perdóneme el recibimiento doctor, —dirigiéndose a mí con cordialidad—
espero, al menos, que el subcomandante
se haya comportado como usted se merece.
Miré con complicidad al Carate que tensaba las mandíbulas pidiendo
complicidad.
—
Muy bien comandante, es un hombre de agradable
conversación.
El subcomandante
me agradeció la respuesta con una media sonrisa.
El jefe no hizo ademán de importarle demasiado la contestación. Los ojos
le bailaban buscando la forma de entrar en materia.
— Hace tiempo que le vengo siguiendo, doctor Juárez, y estoy convencido
que su ayuda puede ser importante para la guerrilla. Necesitamos hombres de
estudios, que sepan de leyes, necesitamos gente con la cabeza en su sitio que
sepa dirigir la organización y hacerla fuerte. —decía, mientras levantaba los
brazos con exageración—La revolución está cada día más cerca del corazón del
colombiano —pronunció mientras se llevaba el puño al pecho—. Le propongo un
trato o un chantaje, tómelo como quiera. No me ando con chiquitas. Compañeros
infiltrados en la zona paramilitar me han comunicado que se prepara un atentado
contra mí o uno de mis colaboradores más cercanos. Todas las medidas de
seguridad que están a nuestro alcance están preparadas, incluso se ha pedido
refuerzos al cartel, por si es necesario.
Hemos localizado a varios
confidentes en nuestros pabellones pero les estamos dejando actuar con
libertad. Y ¿dónde entra usted?, se estará preguntando.
Se fue al escritorio y sacó unas cuantas cuartillas manuscritas y
mostrándomelas dijo:
—Deberá descifrar estos mensajes en clave. Aparentemente estas hojas
parecen ser parte de una novela, un relato fantástico o no sé qué coño. Lo
cierto es que no he comprendido una sola línea. Usted es un hombre de letras,
écheme una mano y sus días aquí dentro están contados. También lo estarán si no
ayuda a la causa. Verá que no tiene mucho donde elegir.
Yo mantenía el tipo, muy sereno, todo lo que estaba
sucediendo, lo había visto antes, sus reacciones, sus palabras, hasta su
parpadeo enfermizo, estaban uno a uno proyectados en mi imaginación
calenturienta de escritor. Todo, excepto cuando me hizo aquella pregunta:
— Por cierto, ¿por qué un profesor de universidad como usted, doctor en
políticas, está en La Picota?
— Realizo un estudio de campo —contesté, fijándome en la cicatriz que le
cruzaba una de sus mejillas.
El comandante miró con una divertida incredulidad al Carate.
—¿Y cómo es eso, Juárez? ¿Qué universidad le envió? ¿A quien vino a
estudiar?
—No se lo va a creer, —dije sacando rápido la pistola que guardaba en uno
de los bolsillos del chaleco— pero vine a estudiarle a usted. Disparé cuatro
tiros directos al pecho.
—Este por el campesino, este por el indio, otro por Colombia, y este
último por mi padre, que lo moliste a palos hijueputa. Y, por cierto, —dije
tirando las hojas sobre el cuerpo que yacía en el suelo— no son mensajes en
clave, burro, son frases sacadas del
Capital.
Miré después al Carate que se agarraba la cabeza con
las manos y temblaba como un niño.
— Tranquilo, Flores, hoy no voy a matarle, si no me
obliga. Salude a su nuevo comandante. Aligere, que tengo que hacer una llamada.
Hice aquella llamada a nuestro enlace. Le ordené que
contactara con el Presidente y le diera el mensaje: para estar bien
informados, Radio Caracol.