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[Un libro que no recomendaría Zuckerberg]
Introducción
Cuando estaba acabando la redacción de este libro tuvieron lugar las elecciones al Parlamento europeo del 25 de mayo de 2014. Si los resultados se pudieran extrapolar a las elecciones generales que tendrán lugar a finales de 2015 o enero de 2016, el bipartidismo se habría acabado España. Llevan algún tiempo anunciándolo, pero hasta ahora no acababa de manifestarse realmente. Por primera vez, la suma de votos de los dos grandes partidos turnantes no llega al 50% de los sufragios.
Poco antes de que las europeas se celebrasen, se escuchaban ya las primeras voces que apuntan a la posibilidad “teórica” de que pueda llegar a requerirse un gobierno de concentración entre el PP y el PSOE, si circunstancias excepcionales o de emergencia lo demandaran. Si los resultados de las europeas se trasladasen a las generales —lo que no tiene por qué suceder exactamente— ni siquiera esa coalición antinatura proporcionaría la mayoría necesaria para gobernar. Haría falta algún apoyo más.
En Barcelona llevan ya varios días de ardientes barricadas a pesar del fuerte dispositivo policial que pretendía impedirlo. Los jóvenes de la ciudad parecen querer hacer honor a la fama que un día Barcelona tuviera. Escribió Engels una vez que la capital catalana era “la ciudad fabril de España, cuya historia registra más luchas de barricadas que ninguna otra del mundo”. Y cuando Engels lo dijo ya habían tenido lugar tres grandes revoluciones en París (1789, 1830 y 1848). Si las luchas se siguieran reproduciendo en Catalunya podrían llegar a afectar al desarrollo del proceso soberanista, que parecía imparable. La burguesía catalana podría asustarse una vez más y aplazar sus planes independentistas. No sería la primera vez que lo hacen ante el pánico que provoca en ellos la sola posibilidad de la insurrección de las masas. Para reprimir al pueblo conviene tener cerca a la guardia civil y, si hiciera falta, también al ejército español. El alcalde de Barcelona parece consciente del problema y ha comenzado a recular. La hierba está demasiado seca.
Comparando la situación actual con otras de nuestra historia, podríamos encontrarnos en un momento cercano al que se vivió en torno a 1917. Fue el momento en que se vino abajo el bipartidismo implantado en 1876 con el sistema canovista. Luego vinieron seis años de gran conflictividad social, nacional y colonial (Annual), que dieron paso a una dictadura (1923), cuyo hundimiento llevó a la segunda República (1931) y a la guerra nacional revolucionaria (1936).
En 2015 habrá elecciones municipales, autonómicas y generales. Mala coincidencia. Si al final se confirma la crisis del bipartidismo de la que se habla —la duda no es si tal crisis se producirá sino cuándo—, la oligarquía podría encontrarse con grandes problemas para gobernar el país. En 1923, pocos meses antes de que el general Miguel Primo de Rivera diera el golpe de Estado en Barcelona, la composición del Parlamento español era la siguiente:
- 120 demócratas; 55 romanonistas; 55 albistas; 25 reformistas; 10 gassetistas; 10 seguidores de Alcalá Zamora; 78 de Sánchez Guerra; 18 bugallalistas; 23 mauristas; 26 republicanos; 7 tradicionalistas; 28 regionalistas; 9 socialistas y los restantes, ciervistas, agrarios y otros.
La crisis política se hizo insostenible. El parlamentarismo español fue incapaz de resistirlo. Por eso, en la Transición se preocuparon bastante de diseñar un sistema que facilitara la alternancia pacífica entre los dos grandes partidos —el liberal (hoy PSOE) y el conservador (PP)— y conjurara el peligro de la fragmentación política. Porque sabían que España no la resiste. Si en medio de la profunda crisis económica en la que el país se encuentra, con seis millones de parados, el bipartidismo se hunde y da paso a una situación política excesivamente fragmentada que obligue a instaurar gobiernos de concentración, de aquí a unos pocos años podría ser necesario recurrir a un cambio radical del sistema político que permitiera la conservación del sistema de Estado. Cambiar todo para que todo siga igual. La abdicación del rey forma parte de todo este proceso y, a su vez, contribuirá, sin duda, a acelerarlo.
La situación se agrava considerablemente si a la crisis económica y política se le suma la agudización de la cuestión nacional. En 1922 se fundaron en Catalunya “Acciò Catalana” y Estat Català (hoy ERC), en oposición a la política de la Lliga (hoy CIU). Un año después se articula una Alianza de nacionalidades para aglutinar al nacionalismo de Catalunya, Euskadi y Galiza. Dos días después de la firma de la Triple Alianza nacionalista el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, daba el golpe de Estado que acababa con el Parlamentarismo restauracionista, iniciándose un período de siete años de dictadura. Hoy quizás no fuera tan fácil resolver el problema. La intervención del imperialismo extranjero podría complicarlo todo mucho más, contribuyendo a una balcanización que podría convenirles.
No es que un golpe militar tenga necesariamente que producirse, aunque tal y como están las cosas todo es posible, y de vez en cuando se escucha algún ruido de sables, siempre en relación con el problema catalán. Se piense o no en un golpe militar, es de suponer que las clases dominantes estarán barajando ya algún tipo de salida más o menos autoritaria, por si fuera necesario recurrir a ella cuando fracasen los gobiernos de concentración. Y quién sabe si ya estarán haciendo algunos experimentos. Ya sé que son muchos condicionales, pero a veces las cosas se lían de una forma increíble. Y a perro flaco todo son pulgas.
Por otra parte, las cosas en Europa no es que vayan en sentido contrario, precisamente. No en vano, en nuestra vecina y democrática Francia acaba de ganar las elecciones europeas un partido fascista y en 2017 podríamos tener un gobierno de ese tipo pegado a nuestra frontera. Puede que incluso antes, pues Marine Le Pen, tras su triunfo electoral, ha reclamado la disolución de la Asamblea y la convocatoria anticipada de elecciones legislativas.
Personalmente, no creo que un partido como el de Le Pen pueda arraigar fácilmente en España, aunque ya haya algún ejemplo de ese tipo en algunas localidades de Catalunya. El sentimiento de rechazo de los españoles al fascismo es demasiado grande, tras casi cuarenta años de criminal dictadura. Y un nuevo golpe militar podría provocar una revolución popular y otra guerra civil. Así que lo más probable es que el fascismo en España, para avanzar por la vía pacífica, venga disfrazado de progresismo.
Lenin explica que una situación revolucionaria se caracteriza por tres síntomas principales:
- “La imposibilidad para las clases dominantes de mantener inmutable su dominación; tal o cual crisis de las «alturas», una crisis en la política de la clase dominante que abre una grieta por la que irrumpe el descontento y la indignación de las clases oprimidas. Para que estalle la revolución no suele bastar que «los de abajo no quieran» sino que hace falta, además, que «los de arriba no puedan» seguir viviendo como hasta entonces.
- Una agravación, fuera de lo común, de la miseria y de los sufrimientos de las clases oprimidas.
- Una intensificación considerable, por estas causas, de la actividad de las masas, que en tiempos de «paz» se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son empujadas, tanto por toda la situación de crisis, como por los mismos «de arriba», a una acción histórica independiente”.
De estos tres síntomas, el segundo parece que es el que podemos ver más claramente. Durante la actual crisis económica los sufrimientos de las masas populares en España han aumentado muchísimo, llegando en bastantes ocasiones a la desesperación.
El primero de los síntomas aún no se había manifestado abiertamente, pero ya comentamos antes que en las próximas elecciones (2015) podrían comenzar a registrarse auténticos problemas para gobernar el país, si los resultados electorales siguieran la tendencia de las europeas del 2014. Por lo pronto, la crisis que ya venía sufriendo uno de los dos partidos del turno pacífico (el PSOE) se ha agudizado considerablemente tras el fracaso electoral, encontrándose ahora en la tesitura de tener que elegir a toda velocidad una nueva dirección y un nuevo candidato a las elecciones del próximo año. Aún no había acabado la anterior dirección de plantear la renuncia a continuar en sus cargos y ya estaban los barones socialistas tirándose los trastos a la cabeza. El proceso soberanista de Catalunya también está agudizando las contradicciones en el sistema político y más que las va a agudizar. Las clases dominantes, conscientes de lo peligrosa que es la situación, han optado por acelerar el recambio en la Jefatura del Estado pensando, probablemente, que si las cosas están mal, mucho peor van a ponerse.
Y en cuanto al tercer síntoma de la situación revolucionaria, será la crisis política de la clase dominante la que abra las grietas por las que irrumpirá, más temprano que tarde, la creciente indignación de las masas populares, arrastrando “a la política hasta a las masas más atrasadas”. No es la movilización de las masas la que genera la situación revolucionaria sino al revés: el desarrollo de la situación revolucionaria es la que genera el ascenso de la lucha de las masas.
En los últimos tiempos se han registrado algunas luchas importantes. La de la minería en el verano de 2012 fue una de las que más consiguió impactar en la conciencia del pueblo, removiendo al país entero.
Recientemente (enero de 2014), en el barrio burgalés de Gamonal la movilización popular consiguió hacer retroceder a la oligarquía caciquil, que tuvo que abandonar un gran proyecto de especulación urbanística ante el peligro de que el ejemplo de lucha de todo un barrio se extendiera a otros lugares del país, lo que ya empezaba a suceder. En mayo de este año, las barricadas han vuelto a incendiar las calles de Barcelona. Igual que en Burgos, los jóvenes de Barcelona consiguen el apoyo popular. La prensa se alarma: “El método Gamonal se exporta a Barcelona”.
Lenin aclara:
- “ni la opresión de los de abajo ni la crisis de los de arriba basta para producir la revolución –lo único que producirán es la putrefacción del país— si el país dado carece de una clase revolucionaria capaz de transformar el estado pasivo de opresión en estado activo de cólera y de insurrección”.
Y para ello, la clase revolucionaria necesita un partido auténticamente revolucionario, un partido que consiga encontrar el camino para dirigir la lucha del pueblo hasta la toma del poder, derrocando el aparato del Estado de las actuales clases dominantes. Lo dijo Joaquín Costa: para que viva el pueblo es preciso que desaparezca la oligarquía imperante.
Este libro intenta ser una contribución a ese proceso. Porque la historia tiene mucho que aportar. Entre finales de los años sesenta y principios de los ochenta se desarrolló en España una situación objetivamente revolucionaria como la que hoy se está desarrollando, con las evidentes particularidades que diferencian a una y otra época. Y en aquellos años, la historia, la ciencia histórica, se convirtió en fundamental objeto de estudio y de debate. Se discutía sobre el carácter que debía tener una revolución que se veía cada vez más cerca, en el contexto de una profunda crisis económica y política y en medio de un creciente ascenso de la lucha popular. Y para responder a las preguntas que se planteaban fue necesario volver la mirada hacia el pasado, al objeto de intentar comprender el proceso histórico del país en los últimos dos siglos. El debate científico estuvo, pues, mediatizado por el debate político. No podía ser de otra forma. La historia, para estar viva, tiene que ponerse al servicio de la lucha de clases.
En aquellos apasionantes debates se acabaron imponiendo las clases dominantes, que contaron con el decisivo apoyo que les proporcionó el revisionismo, en el que se inscribieron los más destacados historiadores del momento. Y durante los años ochenta, la situación revolucionaria remitió. Con la entrada del país en la CEE volvieron a registrarse elevadas cifras de crecimiento económico, el nuevo sistema de gobierno consigue finalmente consolidarse y las grandes luchas populares fueron poco a poco desapareciendo. Dejaron, eso sí, importantes lecciones para la historia (Reinosa, Bilbao, Riaño, etc.) que tendrán que ser estudiadas y discutidas en ésta época por los historiadores que se comprometan con la lucha de clases actual.
Los debates historiográficos se fueron cerraron, quedando nada más que controversias más o menos insignificantes, y la historia se fue muriendo.
Una vez cumplida —con indudable éxito— su tarea, la historiografía revisionista entra en crisis y es abandonada casi por completo. A las clases dominantes ya no les servía para nada. Y los que no se pasaron a las nuevas corrientes postmodernas que el imperialismo fue imponiendo quedaron como viejos símbolos de una época ya periclitada.
Durante los noventa, tras unos años de crisis, tiene lugar, a partir de 1996, otro ciclo expansivo, en el que se alcanzan nuevamente elevadas tasas de crecimiento económico. Son los años en los que se genera la famosa burbuja inmobiliaria, que se inflaba cada día más, en una escalada especulativa que no se había visto desde mediados del siglo XIX. Las grandes empresas monopolistas españolas, financiadas por el crédito abundante y barato que proporciona la banca europea, volvían a surcar — arrogantes— los mares en busca de países en crisis a los que colonizar. Se empieza a hablar de un nuevo “milagro económico español”, equiparable al que se había producido en los años del desarrollismo franquista.
Y la burbuja inmobiliaria generó la burbuja historiográfica, encumbrando a una serie de historiadores mediáticos que comienzan a redactar la nueva síntesis de la historia de España. A las clases dominantes de aquellos años les hacía falta una síntesis acorde con los tiempos exitosos que se vivían, para reforzar la imagen de un país que aspiraba a convertirse en la séptima potencia mundial por PIB; para reforzar lo que ahora llaman “la marca España”. Porque España iba bien. Y no es que fuera bien en aquel momento; es que siempre había ido bien, aunque una serie de pesimistas, frustrados y con complejo de inferioridad se hubiesen empeñado en no reconocerlo. Las campanas de todas las iglesias repicaron por la normalidad de la historia de España. Y comenzó la fiesta.
En 2008, en el contexto de la crisis del capitalismo internacional, estalla la burbuja inmobiliaria y queda a la vista de todo el mundo que lo que llamaban milagro no había sido más que un espejismo. La crisis es internacional, pero golpea en España con mucha mayor virulencia que en otros países, poniendo de manifiesto los graves problemas estructurales que arrastraba su frágil economía. El paro sube hasta los seis millones de personas; miles de familias son desahuciadas de sus viviendas. Se acabó la fiesta.
Ahora toca ajustar las cuentas con aquella historiografía; con la de los revisionistas de los años setenta y ochenta y con los liberales que vinieron después. Es necesario reabrir los debates que se cerraron en falso y volver a discutir sobre el carácter de España y sobre las claves del proceso histórico que ha llevado al país al actual hundimiento. Para ayudar a los que tienen que dirigir en el futuro inmediato las luchas del pueblo a encontrar el camino que en los años setenta no fue posible encontrar. Porque la historia tiene que volver a fundirse con la lucha de clases. Solo así podrá volver a la vida.
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