«Es la propia vida la que te descabalga de las ideas que crees inamovibles».
«Nunca me había dado miedo la velocidad, como mucho la lentitud. Pero los terrores también cambian».
Todo cambia. A veces en un instante. La mayoría de los cambios son diminutos guijarros sucediéndose en hilera que desvían el camino que pensábamos proyectado; tan solo los percibimos cuando, en contadas ocasiones, tomamos un respiro (o la vida nos obliga a tomarlo) y echamos la vista atrás. Cuesta entonces reconocerse en el punto de partida. Cuesta más aún reconocerse cuando, desde un profundo pozo contemplamos a la persona en la superficie inmediatamente antes del momento de la precipitación; cuando, tras cruzar un umbral, vislumbramos por un resquicio a la persona que un momento bisagra ha dejado atrás. «A veces en la vida todo ocurre o deja de hacerlo por muy poco, ese poco puede ser un minuto, unos metros, un cambio de idea repentino. Y una insignificancia semejante te salva o te mata». Y, si no te mata, «la vida, o lo que queda de ella después de cada desastre, siempre se abre paso». Pues «nadie se recupera de algo así de tal modo que la vida vuelva a su sitio despacio. Simplemente no hay un sitio al que regresar. La vida sigue rodando, pero encuentra nuevos caminos».
Rewind para mí es un libro blanco, limpio, liso, destello de luz. Uno de sus personajes, cuando habla de uno de esos golpes importantes que nos depara la vida pero que suceden de manera gradual, nos cuenta sobre él que «la tristeza fue limpia, lisa, sin la brutalidad de lo inesperado». En esta novela, en cambio, lo que nos cuenta Juan Tallón es esa brutalidad de lo inesperado. Aun así, yo lo encuentro limpio, liso, blanco. Tal vez porque sea un libro triste y yo encuentro la tristeza, proceda de donde proceda, así.Casi me avergüenzo de mi percepción. Me sonrojo al pensar que el blanco es la confluencia de todos los colores. Tendría mucho más sentido que visualizara este libro en negro. El negro es ausencia. Es pozo. Es bisagra que gira la puerta que nos encierra en el cuarto oscuro. El abismo del que no podemos salir y en el que nadie quiere caer. El que oteamos cuando es el abismo de otro y del que a la vez volteamos rápidamente la cara como si fuera un foco magnético que nos pudiera engullir.
Viene ahora a mi mente, al poner negro sobre blanco mis pensamientos sobre el blanco y el negro, la luz negra de Lucile, la madre de Delphine de Vigan. Me siento ahora mejor. Sí, el negro puede ser fuente de luz y para mí la luz es destello blanco e inmaculado.
Encuentro cierta belleza en la tristeza y en el dolor. Una terrible belleza, lo sé. Una terrible belleza es también el lema de la Bienal de Arte Contemporáneo de Lyon que se celebraría el próximo año y para la que había sido preseleccionado un cuadro de Paul. Creo que esa terrible belleza tiene que ver con el despojo, la desnudez, el desprenderse de lo superfluo. Es de esa sensación de desamparo que produce el dolor, de esa quietud irreal, de ese letargo, de donde emerge la belleza. Es de esa pureza que queda una vez barrido todo lo prescindible de dónde me llega la luz blanca.
«Quizá mis sentidos no estaban educados para penetrar en la desolación inducida por las creaciones humanas. Tiendo a creer que, en último término, el ser humano añora solo la belleza. Las personas a quienes quiere, los sitios en los que fue feliz, los amigos que le hicieron la vida más fácil, los objetos que lo consuelan, las redes de seguridad, la fuerza invisible de las expectativas son belleza, y su ausencia prolongada se vuelve insoportable para los sentimientos».
Añoro la belleza, sí, pero también, a veces, me encuentro con creaciones humanas, como esta de Juan Tallón, que, además de empujarme a la desolación, lo hace de manera bella. Su libro es hermoso. Conmueve. Imposible leer alguno de sus pasajes sin terminar con un nudo en la garganta, sin meterse en la piel de quien nos narra en ese momento o en la de sobre quien nos narran, sin asomarnos a sus mismos abismos. Por momentos siento que hay cierta trampa, algo forzado, un tenue tinte beige en el blanco inmaculado. Tal vez sea cosa mía. Tal vez, supongo, un escritor puede ponerse en una situación que no ha vivido solo hasta cierto punto. No sé, a veces hubiese preferido la tercera persona en vez de las primeras que me hablan desde sus páginas. Pero en general predomina el blanco y su luz me ciega ante estos pequeños momentos de duda.
Las frases de Tallón son una maravilla. Son para quedarse colgado de ellas cimbreándonos sobre pequeños microabismos. Cuentan historias por sí solas. Agarran un objeto y lo hacen cobrar vida. Animan lo inanimado. Una carátula de un disco, una mano, una maleta, un botín, un automóvil, la guitarra de Ilka, quien antes de llegar a esta historia tocara en un grupo que tenía por nombre Department of Second Chances, ignorando por aquel entonces que en la vida dicho departamento no alberga sino desierto. Cada uno de ellos «solo era un objeto, pero uno de esos objetos que los miras durante unos pocos segundos y te empiezan a contar una historia muy triste, para toda la vida», como la de ese teléfono que solo arroja silencio.
«Los teléfonos repentinamente apagados, o sin cobertura, me angustian. Hablamos de un objeto pensado para comunicarse, pero también para mantenerte en vilo. Sus sonidos y vibraciones equivalen a reacciones del propio cuerpo, igual que la tos o el picor. El teléfono genera expectativas. Cuando no suena, o cuando no responden, expande un tictac imaginario, maníaco, que te hace estar alerta. Su silencio convoca algunas veces tanta o más atención que su sonido. Trabaja también por dejadez».
He nombrado a Paul e Ilka. Me faltan Emma y Luca. Ellos son los cuatro habitantes de una de las dos viviendas de esa primera planta de un edificio de la rue Romarin en Lyon que explota una noche de mayo de 2010. Esa primera planta que es como la zona cero del desastre en el que se sumen los personajes de este libro. El punto rallado del disco del que la aguja no es capaz de salir. El momento de la vida que está en permanente momento de rebobinado.
En la otra vivienda vive una familia de origen marroquí perfectamente adaptada al estilo de vida francés. Ellos son los personajes silenciosos de este libro. El silencio también se me antoja siempre blanco, aunque a veces puede ser muy negro, como el de ese teléfono que conecta con el vacío. Sabremos un poco de esta familia a medida que avancemos en las páginas. Yo prefiero el stand by, el blanco silencio. También me sobra la revelación final (que no tiene nada que ver con la familia marroquí). Soy así de quisquillosa. A veces no me gusta que se mezclen cosas. No quiero nada que me empañe el blanco y su resplandor.
Rue Romarin, Lyon. Fotografía de Benoît Prieur - CC-BY-SA
Paul. Ilka. Emma. Luca. Un francés. Una alemana. Una española. Un italiano. Cuatro estudiantes de erasmus que comparten piso en Lyon. Cuatro ya amigos que durante ese curso 2009-2010 son ya casi como una familia. De ellos, solo uno descubrirá que «la repetición es uno de los placeres enmascarados de la vida, y la renuncia a ella se vuelve una herida permanentemente abierta». Los demás, con el hambre de la juventud, no pasarán de la exultante edad de los descubrimientos.
«Hacer las cosas por primera vez es uno de esos asombros fascinantes que en ocasiones depara la vida. Nada es igual al esplendor de los comienzos. La memoria fija cada uno de sus instantes, como si la vida pura y dura también se organizase en fotogramas, y cuando transcurre el tiempo hace que aún sientas la admiración y la extrañeza de todo lo que viviste tal o cual día. Nadie recuerda la segunda vez, la tercera, la quinta, la enésima, cuando a la belleza original la reemplaza la mera repetición».
«Esa es la irrisoria y única razón por la que ahora estoy vivo: mis ganas de hacer pis». Así nos cuenta Paul como sus ganas de orinar y sus pasos lo encaminan por el pasillo hacia el cuarto de baño más alejado de las estancias comunes de la vivienda. Podría haberse quedado en el más cercano, pero era viernes y los viernes se celebraban pequeñas fiestas en la casa de los chicos. Junto a los cuatro habitantes ya están ahí otro par de amigos que, aunque no viven en la rue Romarin, pasan allí más tiempo que en sus propias casas. A Paul no le apetece escuchar la segura pronta pregunta acompañada de un golpeteo en la puerta de si está ocupado y ansía además un poco de silencio y soledad. Será por eso por lo que entra en el otro aseo de la vivienda. Luego, la explosión. Luego, la confusión y el miedo. Luego, la constatación de que es el único sobreviviente y la irreversible percepción de que sus amigos ya no son. Luego, el adiós al Paul de antes de la explosión.
Es Paul quien nos cuenta esta historia. Y el padre de Emma. Y la quiosquera cuyo quiosco está en la misma calle en la que viven los chicos y que ha trabado una fuerte amistad con ellos. Y la hermana de Luca. Y la médico de urgencias que acude con el servicio de emergencias a la rue Romarin tras la explosión.
La historia que nos cuenta Juan Tallón es una historia contada en seis capítulos y narrada a cinco voces. Cinco voces que también nos permiten conocer a la madre de Emma, a los padres de Luca, a la madre de uno de los otros dos chicos que estaban en ese piso cuando tantas vidas explotaron, «cuando todo se desintegró y se volvió irreal. Porque por una parte está la realidad, suma de todo, y por otra la irrealidad, que también existe, y que se define quizá como una resta sobre el todo. La memoria elige unos detalles y descarta otros».
Son esos detalles los que conforman esta narración. Los que me bebo y se me incrustan cual diminutos cristales. Los que me limpian por arrastre y rozamiento. Porque el blanco lava y hay lecturas que cargan y descargan; que te arrojan un peso ajeno para que, tal vez, si algún día te llega el propio, te resulte más liviano; que te llenan y te dejan vacía. Y con esa ligereza que aporta el agotamiento por desconsuelo, cierro este libro y al poco aparto la vista de él como los paseantes de la rue Romarin dejarán de mirar, tiempo después de la explosión, hacia el edificio siniestrado como «señal seguramente de que para todos ellos la vida había recuperado la normalidad, suponiendo que la hubiesen abandonado». No sé si es egoísmo por mi parte o un mecanismo de defensa. Tal vez la mera aceptación de este comportamiento como defensivo sea egoísta en sí. O quizás sea que «la vida, que te empuja a los abismos, te tiende después la mano para salir de ellos».
«Es como si no supiésemos vivir, o nos las apañásemos especialmente bien para hacerlo sobre nuestros peores errores, que ni siquiera conocemos. Siempre hay un segundo, cuando el mundo te espanta, porque alguien a quien amas fallece, o enferma, o simplemente caes enfermo tú, en el que adquieres conciencia de la fragilidad de la vida, incluso de su extrema transitoriedad, y vislumbras que las cosas trascendentales son otras diferentes a las que regularmente persigues. Y sientes una diáfana vocación por cambiar, y vivir más intensamente cada una de las pequeñas partes que forman una hora, un día, una semana, y sentirte compensada por no tener fiebre, o neumonía, o algo mucho peor, aunque no se cumpla una ilusión, o no consigas comprar las cosas que quieres, o viajar a los lugares fascinantes donde aún no has estado. A la vuelta de los días, sin embargo, te restableces, y la diabólica velocidad del mundo vuelve a embelesarte. Te olvidas de todo, en especial de la idea de disfrutar de otra manera de la vida. La propia realidad te desposee de la aflicción, supongo, y del duelo y de tus remordimientos por vivir como vivías, y cuando lo adviertes estás girando nuevamente, como si el desconsuelo por la muerte de tus amigos hubiese pasado en balde. Y eso es sencillamente terrible, terrible, terrible».
DSC_0275, fotografía de Quentin Meulepas
Ficha del libro:Título: RewindAutor: Juan TallónEditorial: AnagramaAño de publicación: 2020Nº de páginas: 216ISBN: 978-84-339-9892-7Comienza a leer aquí
Si te ha gustado...¿Compartes? ↓