¿Se puede enseñar valores?
César Ricardo Luque Santana
Esta pregunta puede parecer obvia u ociosa pero no lo es. Hace 2500 años, Platón se hizo esta misma pregunta abordándola en varios de sus Diálogos, entre ellos, el “Menón o de la Virtud”. Hoy esta inquietud sigue teniendo vigencia y la respuesta que Platón aportó en su momento sigue siendo pertinente. Sin embargo, algún apresurado podría decir que no sólo es posible enseñar valores morales, sino que además, es algo deseable y necesario, toda vez que estamos padeciendo una grave erosión en las relaciones humanas, manifestada particularmente, en una crisis de inseguridad pública intolerable.
Quienes aducen que la ola de crímenes que nos agobian, que la crisis educativa patentizada en resultados desastrosos que nos indican un claro fracaso educativo en todos los niveles, la permanente crisis económica y otros males sociales que nos aquejan, son producto de la falta de valores en los que vive nuestra sociedad, sólo dan cuenta de los hechos pero no los explican, porque parten de una visión subjetivista que hace omisión de las deterioradas condiciones sociales, económicas y políticas que propician o se vuelven caldo de cultivo para que emerjan este tipo de problemáticas. Desde luego que una postura objetivista sería igualmente errónea, porque en efecto, una sociedad, una familia o un individuo, pueden gozar de ventajas materiales y sin embargo actuar con miseria moral. No obstante, la equidad o la justicia social, una buena educación, un Estado de Derecho verdadero, entre otros factores de este tipo, pueden abonar favorablemente a construir una convivencia social más sana y pacífica.
Kant decía que los seres humanos somos socialmente insociables y que la vida en sociedad a través de normas morales, de cortesía y jurídicas, son convencionales, pero gracias a ellas se hace viable la vida en comunidad. Las normas morales sin embargo, tienen un carácter de convicción personal porque apelan a nuestro fuero interno, a nuestro convencimiento racional; mientras que las leyes son disposiciones legales que tienen un carácter coercitivo o punitivo. En esa misma línea de pensamiento, Sigmund Freud, sostenía en “El malestar de la cultura”, que la civilización es una sublimación de los instintos. La cultura en este sentido constituye para los humanos una “segunda naturaleza”, y por ello, Kant y los ilustrados de su época, entendían por cultura todo lo que no es naturaleza externa o todo lo que es artificial. Las relaciones sociales son por tanto cultura porque son una construcción social e histórica, lo mismo que la moralidad, los artefactos, etc. Incluso si nos remontamos a los primeros grupos humanos que todavía no tenían leyes escritas, es lógico pensar que eran ciertos valores morales como la solidaridad, la lealtad al grupo, etc., lo que permitía su cohesión para perpetuar su existencia.
Posteriormente a esta temprana etapa de los grupos humanos, con la aparición de la propiedad privada, surge según Federico Engels, la familia monogámica y el Estado como garantes de la propiedad privada. El Estado presupone leyes escritas, castigos, fuerza pública, etc. Pero esta incorporación coercitiva a la normativa moral originaria, no sólo no es un mero complemento o reforzamiento externo a ésta, ni mucho menos su sucedáneo. La verdadera civilidad descansa más en los valores que en las imposiciones, en la moral que en la ley, de manera que la formación en valores de una sociedad debería de ser algo que esté fuera de duda. En algunas comunidades indígenas, la palabra empeñada es valiosa en sí misma, lo que no ocurre en las sociedades complejas. Asimismo, la mera prosperidad económica o una mayor equidad social, no garantiza en sí misma una convivencia sana, sino que se necesita invariablemente de un sustento ético, pues el sólo éxito material sin un soporte espiritual de corte moral y laico, es insuficiente.
Volviendo a Platón, en el "Menón"discute con éste si la virtud puede ser enseñada, planteándose primero la necesidad de definir qué es la virtud. Si bien no se da una definición explícita de ésta, se da por sentado que existe porque existen personas que el pueblo toma por seres virtuosos, como Pericles, los sofistas y otros (aunque Sócrates y Platón los consideran impostores porque para ellos sólo el filósofo es un ser auténtico ya que es el único que busca la verdad y trata de ser consecuente con ella en su modo de vivir). No obstante, suponiendo sin conceder como dicen los abogados que haya referentes humanos como los que consideraba el pueblo ateniense, éstos determinan parcialmente la existencia de la virtud; pero por otro lado, desde la perspectiva platónica, la virtud es un ideal, un arquetipo a alcanzar. La virtud en este contexto, es sinónimo de excelencia o perfeccionamiento intelectual y moral, es decir, un conjunto de cualidades de índole espiritual (laico). Cultivar la razón y vivir conforme a ella es la clave. Los griegos distinguían entre la sofrosine o sabiduría y la hybris o la violencia. La primera lleva a la prudencia y se rige por la razón; la segunda es impulsiva porque se deja llevar por las pasiones y las emociones.
Platón en boca de Sócrates, argumenta que no hay una ciencia de la virtud ni por consiguiente nadie que la posea, es decir, para él la virtud o los valores no se pueden enseñar, pero si se pueden y se deben aprender. Esta conclusión parece desconcertante pero significa que el aprendizaje de los valores no es una cuestión de lecciones, teorías o propaganda, sino de vivencias y congruencia. Por ello, cuando en la “Séptima Carta”, Platón le dice a Dionisio “el joven” que su filosofía no está en los libros, le está queriendo decir que la filosofía no sólo es un modo de razonar ni un mero oficio, sino ante todo un modo de vida, pues buscar la verdad implica ser consecuente con ella en la vida cotidiana, al grado de que en un momento dado, como decía Sócrates, “es preferible padecer el mal que cometerlo”.
Desde esta perspectiva, la enseñanza de los valores, o mejor dicho su aprendizaje, implica que debe haber una congruencia para que sean asimilados por la sociedad. De poco sirve tejer discursos contra la corrupción –por poner un ejemplo-, de crear instancias que supuestamente la impedirían, la inhibirían o la atajarían, cuando en el imaginario colectivo, ésta es una realidad insoslayable que aceita los mecanismos de funcionamiento del gobierno y la sociedad, involucrando a autoridades, empresarios, académicos, ciudadanos comunes y otros. De poco sirve mandar un mensaje teórico o prescriptivo, cuando se envía al mismo tiempo pero de manera más contundente otro mensaje en sentido contrario. ¿De qué sirve llenarse la boca de democracia cuando todos perciben que vivimos bajo una plutocracia? Esto no significa que haya de aceptar el estado de cosas existente desdeñando la ética, sino que hay que trabajar para crear las condiciones para qué ésta florezca. Las posturas que escudándose en un supuesto realismo renuncian a transformar la sociedad predicando su adaptación pragmática y oportunista a través de discursos o teorías falaces, sólo “contribuyen” al empeoramiento del ya de por sí deteriorado tejido social, y son en los hechos unos cínicos que como decía Oscar Wilde, conocen el precio de todo y el valor de nada.
Hace 2 años, el 14 de diciembre de 2008 para ser exactos, escribí en este mismo blog un artículo llamado “Vivir con valores”, donde abordé este mismo asunto para criticar la hipocresía de la clase política dominante, que insiste en infundir valores al mismo tiempo que son ellos los obstruye sus condiciones de posibilidad.