El siguiente artículo -escrito por Alejandro Rebossio- se publicó esta semana en el diario El País de España vale la pena compartirlo.
Rumbo a su oficina, y antigua vivienda, en la calle porteña de Marcelo T. de Alvear, es probable que muchos argentinos no lo reconozcan, pero él es uno de los escritores en español más notables de la actualidad. Ricardo Piglia, de 71 años, autor de las novelas Plata quemada y Blanco nocturno (Premio Rómulo Gallegos y de la Crítica, en España), iba allí cada mañana de 2012 para escribir su último título, El camino de Ida (Anagrama). Después de 15 años dando clases en las universidades de Princeton y Harvard, Piglia regresó de Estados Unidos en diciembre de 2011 y se puso a redactar esta novela que en agosto ha llegado a las librerías de Argentina y este mes estará en las de España. Entre libros apilados contra las paredes de todo el piso, el autor bonaerense ofrece agua mineral, zumo de naranja y frutos secos para acompañar la charla.
“En esta novela me dije que sería bueno hacer algo más o menos autobiográfico a partir de mi experiencia estadounidense, tratando de tomar un aspecto que me parecía lo más narrativo, que era la sensación rara que tenía de extranjería, que no es la misma que cuando uno es inmigrante, exiliado o un viajero que pasa mucho tiempo en un lugar”, cuenta Piglia.
“Estaba instalado con un cargo de profesor, había comprado una casa, como tantos colegas que venían también de otros lados. No tenía ninguna nostalgia de Buenos Aires en el sentido clásico argentino, porque iba y venía. No tenía la sensación que, a veces, tiene alguna gente que empieza a cultivar el tango, cosa que acá no hacía. Ni siquiera me veía mucho con argentinos, más bien mis amigos eran locales. Traté de hacer la vida como si fuera de ahí. Pero eso no impedía que tuviera una visión: como si todo estuviera demasiado subrayado. Me sentía cómodo, en el sentido de estar haciendo una vida distinta a la que hago acá, con otros amigos y otro tipo de sociabilidad, y con cierta idea, que creo que todos los escritores tenemos, de una vida más monástica”, relata el autor. Su personaje principal también es un profesor argentino que vive en Estados Unidos una suerte de vida paralela.
A partir de aquella experiencia propia comenzó la ficción. “Apareció un romance con una profesora bastante clásica en los ambientes universitarios estadounidenses de los años actuales. Es gente muy radicalizada desde el punto de vista de las discusiones sobre literatura y cultura, lo que se llaman estudios culturales, estudios poscoloniales y una serie de modas que vienen de EE UU, y que en general están todas definidas por actitudes de revisión del canon, de cuestiones de discriminaciones a minorías, que nunca están acompañadas por ninguna acción real, política, como sí en Argentina o España. Me interesaba mucho la sensación de una historia de amor muy tensa y que de pronto ella muriera. Estuve dando vueltas sobre por qué moría y cómo”, cuenta.
Fue entonces cuando recordó la historia de Unabomber, aquel filósofo y matemático estadounidense que enviaba cartas bomba a universidades y líneas aéreas para expresar su crítica a la sociedad tecnológica moderna, y con las que murieron tres personas y otras 23 resultaron heridas entre 1978 y 1995. “Trabajando en la novela, de una manera inesperada, en lo que algunos llaman inspiración y yo llamo ocurrencia, ligué la historia personal con esta otra historia que para mí expresaba tantas cosas de Estados Unidos. ¿Por qué trabajé el personaje de Unabomber? Por dos cosas que habían sucedido en la realidad y que para mí fueron asombrosas. Una es que el personaje real había leído muchas veces la novela de [Joseph] Conrad El agente secreto, y otra es que se había inspirado en el personaje que hay en la novela. Me interesó mucho el hecho de que el FBI hubiera gastado en la persecución de este individuo a lo largo de casi 20 años gran cantidad de dinero y fuerzas, y que solo lo hubiera atrapado porque el hermano lo delató, una resolución dostoievskiana de Karamazov”, desarrolla Piglia, amable y simpático desde su escritorio.
El autor argentino quería contar su experiencia en Estados Unidos, una cultura que admira y con la que se había formado, al igual que otros colegas de su generación que ya no se criaron mirando a Francia sino a la generación beat, el cine y el jazz del Norte. “Como soy un hombre de izquierda, siempre he pensado que Estados Unidos era una problema para América Latina y siempre he establecido una distinción entre el Estado y la sociedad estadounidense”, aclara.
Ahora dirige una colección de reediciones de la literatura argentina y acaba de grabar un programa de televisión de cuatro capítulos en los que enseña sobre Jorge Luis Borges. De su experiencia en la universidad estadounidense contrasta las virtudes y las carencias: “Una son las condiciones de trabajo, la libertad de cátedra. Hay una gran dinámica. Tiene una virtud para el tipo de tensión que tenemos los escritores, y es que es totalmente autónoma de la cultura de masas. La contra es que está muy aislado de la vida real. Nosotros tenemos demasiada vida real. Sería bueno que tuviéramos un poco menos, porque esas son las crisis, la política, todos los líos que hay”.
Por aquellas aulas y pasillos de Princeton se ha cruzado durante años con escritores que iban a dar programas de escritura creativa, como Toni Morrison, Gabriel García Márquez, Paul Auster, Philip Roth o Mario Vargas Llosa. También le tocó vivir de cerca el suicidio de Antonio Calvo, un profesor español que había sido despedido de Princeton por unas frases que sonaron provocativas en aquel ambiente: “Fue un hecho que nos conmovió a todos. Era un amigo. Entiendo a los colegas que no quieren intervenir en estas cosas, pero en Argentina hemos intervenido en cosas más complicadas y peligrosas”.