Es cosa que se celebra
de muy distintas maneras:
cuando eres niña o muchacha
te gusta un niño empollón,
te aproximas a su gafas,
intentas copiar su examen
y, levantando tus cejas,
pronto empiezas a entrenarte
en el arte del contacto
con adán, vía ocular,
con propósitos loables
que también son del “amar”.
Es cosa de blanco y negro,
cosa de suerte o de llanto,
porque en plena adolescencia
te da el amor a lo grande
y te quedas bien prendada
del gamberro de la clase,
del pelucas, del que canta,
del gallinero el más chulo,
sin saber muy bien porqué,
pero colgada te quedas
si no te quiere adán bien.
Una, entonces, se asemeja
a una brújula sin norte
y al amor lo asocias siempre
al amar a vida o muerte,
suspiras como si fueras
un pulmón artificial
y el gamberrete, el chuleta
si te mira, es de reojo,
porque entretenido anda
con la panda y el tabaco,
que le parecen, entonces,
de interés universal
y eva-adolescia se queda
a un lado, puesta a esperar
que a adán le crezca el bigote,
la sesera y otra cosa
(que darle nombre no puedo,
pero que muy clara queda)
para ver si el amor es,
como en las pelis de amor,
un gusanillo en el alma
que te roe el corazón
de tal modo y tan al gusto
que te dejas ingerir,
aceptas el canibalismo
si el caníbal es el chico
que te anula los sentidos.
La madurez viene luego,
se va el acné y la pandilla,
una versión llega nueva
del amor y sus secuelas:
buscas un adán sensato,
sensible, dulce y atento,
que al llegar a casa diga:
“Cariño, que bien te encuentro,
¿qué tal ha sido tu día?
Yo te preparo la cena
¿agua, cervecita o vino?
¿quieres un bombón postre?
¿plátano, kiwi o melón?
No te entretengas, mi amor
que tengo ganas de algo
que no se puede decir,
pero que se puede hacer,
aunque lo haremos mañana
y ya lo hicimos ayer…”
Sueñas, Eva, con hallar
un amor de esos geniales,
que te deje, para siempre,
como después de un telele,
pero de bien, no de males.
Es el amor algo extraño,
cosa profunda e intensa,
que te estremece la piel,
que en ocasiones, te encrespa,
te altera sueño y hormonas,
te hace volar si llega
y aterrizar, de un morrazo,
cuando no es el que debiera.
El amor es cosa rara,
patrimonio extraordinario
de corazones sin nombre.
No importa si lo esquivamos:
un día, que tú no esperas,
te roza con sus dos manos
te toca los labios (todos)
y te hace fijar los ojos
en un adán que te emboba…
No hay antídoto ni cura.
El corazón se te inflama,
tu cerebrito se encoge
y, sin poner precauciones,
te enamoras, te enamoras,
te sientes más que Ava Gadner.
De si dura o no esta “cosa”
del amor y sus rarezas
otro cantar es distinto:
yo no pienso desvelarlo,
lo que sé es que, por mi adán,
de sentirlo, aún no he dejado.
El amor es cosa extraña,
como una exótica planta:
o la riegas con cuidado
o en un cactus espinoso
se te convierte el amor
y ,más que gusto, es disgusto
lo que te provoca entonces
y si pasaste primero
por la vicaria o juzgado,
te entran ganas de pensar:
otra vez la he fastidiado!…
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