Revista Cine
Con la novedad que andamos por acá, en Río de Janeiro, la ciudad pos-mundialista 2014 y pre-olímpica 2016 que, además, presume un monumental festival cinematográfico, el Festival do Rio, que este año está en su emisión número 16. He venido para ser parte del Jurado FIPRESCI al lado de mis colegas, el periodista y crítico de cine paulista Luiz Zanin y la editora y columnista cultural carioca Roni Filgueiras.El Jurado FIPRESCI será responsable de nombrar la Mejor Película Latinoamericana de Ficción de Río 2014 bajo ciertos criterios de pre-selección -de preferencia, primeras y segundas cintas- que eliminaron de antemano los más recientes filmes de dos de los autores fílmicos más reconocidos en el cine latinoamericano de la última década: Los Ausentes (Francia-España-México, 2014), opus número 11 del prolífico Nicolás Pereda, y La Princesa de Francia (Argentina, 2014), cinta número cinco –entre cuatro largos y un mediometraje- de Matías Piñeiro.Las dos películas tienen mucho en común: se trata de auténticas piezas de autor presentadas en Locarno 2014 y que repiten temas, obsesiones, actores y hasta hallazgos formales de los dos cineastas. El problema es que cuando los hallazgos se repiten una y otra vez, dejan de serlo y se convierten en convencionalismos más o menos predecibles. Es el mismo argumento, guardadas las debidas y abismales distancias, que se esgrime cada vez que Sang-soo Hong o Woody Allen estrenan nueva película: “siempre hacen lo mismo”, “no saben hacer otra cosa”, “son los mismos personajes”, “están en piloto automático”. Pero, claro, Pereda y Piñeiro no son Hong ni Allen –brincos dieran- aunque, supongo, los admiradores incondicionales de las rupturas e iteraciones formales de Pereda o de los ultradialogados ejercicios teatrales romántico-shakespearianos de Piñeira dirán todo lo contrario.La Princesa de Francia se ubica de nuevo, como en las anteriores y superioresRosalinda (2011) y Viola (2012), en los terrenos de una troupe de jóvenes actores que están montando una obra de Shakespeare. En este caso, se trata de Trabajos de Amores Perdidos (1595-1596), adaptada por el director/productor Víctor (Julián Larquier Tallarini) a la radio. El tal Víctor acaba de llegar de México, en donde estuvo viviendo un año, y se encuentra con cinco mujeres con las que tuvo alguna relación: su actual novia, su exnovia, su amante, un faje ocasional y una amiga, con quienes busca montar la citada pieza shakespeariana.Por qué todas estas mujeres están tan interesadas en el opaco Víctor es un misterio que Piñeiro no se interesa en resolver. Lo suyo son las iteraciones dramáticas –cierta escena se repite en tres ocasiones con diferentes personajes femeninos- y los juegos formales –esa espléndida escena inicial que empieza con un paneo en plano general alejado en el que vemos un futbolito de salón- que, a estas alturas, después de ver las cuatro anteriores cintas del joven director bonaerense, me empiezan a cansar.Abundan los encuentros, desencuentros, caprichos y la alusiones a la fidelidad (real o imaginada), muy al tono de las propias comedias shakespearianas homenajeadas/fagocitadas por Piñeiro que, con La Princesa de Francia ha realizado otro de sus caprichosos ensayos sobre la (in)consistencia del amor. Nada del otro mundo: ya lo había hecho antes y mejor.Por cierto, he usado la palabra “ensayo” en el sentido teatral del término: los personajes e intérpretes de Piñeiro repiten continuamente -"ensayan", pues- todo lo que hacen. Esta estrategia es muy común, también, en el cine de Nicolás Pereda.La historia de Los Ausentes es mínima: un anciano (Guadalupe Cárdenas) está a punto de ser echado de su pequeña choza, situada a la orilla del mar. En ese mismo lugar habita -¿en otra época, en otra dimensión o de plano en otra película?- un muchacho (Gabino Rodríguez, para variar) que podría ser su versión juvenil. O a lo mejor no.Como es común en el cine de Pereda, hay un dominio formal irrefutable. Por ejemplo, hay una notable toma extendida en el interior de un juzgado, resuelta a través de un lento paneo -¡como el inicial del filme de Piñeiro!- que captura los rostros de un grupo de ancianos que escuchan la determinación legal por la que el anónimo viejo será despojado de sus tierras. La cámara se mueve con soberana lentitud, hasta que termina encuadrando -visual y auditivamente- la chamba callejera de unos albañiles. Hay otros ejemplos más de la virtuosa puesta en imágenes de Pereda y su fotógrafo Romero Suárez, incluyendo algunas fluidas tomas en steadycam. Todo muy bien pero, otra vez, ¿y? ¿Es todo lo que interesa a Pereda, de aquí a la eternidad? ¿Jugar con que rompe y no rompe la estructura narrativa clásica? Como en el caso de Piñeiro, ya lo ha hecho antes y lo ha hecho mejor.Hacia el final de Los Ausentes, el viejo y el joven -¿se trata de los personajes?, ¿el viejo que es el mismo que el joven?, ¿o es Gabino y su anciano no-actor?, ¿todos los anteriores?- se echan unos mezcales, unas cervezas y cantan con mucha enjundia “La Cama de Piedra”, lo que me hizo recordar la escena más memorable de El Castillo de los Monstruos (Soler, 1958), con Clavillazo. Con perdón de Clavillazo, por supuesto.