Revista Cultura y Ocio

Riqueza de los sentimientos y multitud de los deseos

Por Peterpank @castguer

Riqueza de los sentimientos y multitud de los deseos

Cuando Heracles visitó To­ledo, en el siglo XVI, para cumplir su decimotercero e imposible trabajo, que con­sistía en entender lo que viera, hubo de oír las siguientes palabras del Inquisidor Ge­neral:
<< Me irrita de los griegos la conciencia de estrenar el mundo. Siempre estuvieron repletos de sentimientos y deseos; su vo­luntad de pensamiento e indagación sólo tuvo parangón con su voluntad de sentir. ¡Compáralos con nosotros!, únicamente in­teresados en quemar adversarios y ser con­sumidos por la llamita que alumbra nuestra interioridad: el alma. El más sabio de vo­sotros apenas hubiera acertado a pugnar en un sínodo rural, cuanto menos en un Con­cilio de obispos y patriarcas. Sin embargo, con vuestros textos hemos conspirado para lograr la posesión de la Tierra. ¿No ves claro>>.

Pero Heracles no veía. Luego, continuó el Inquisidor como sigue:
«Ahora escucha la descripción del último y más moderno de nuestros tormentos: Se apresa al arriano, si lo hubiere, monofisita, judío, judaizante, ateo o hereje en general, se le atan las manos a la espalda, y se le mete desnudo en una especie de reloj de arena, del tamaño de un hombre, cuyas paredes interiores están sembradas de pun­tiagudos clavos…»
?¡Poco trabajo me costaría romper esa urna!? exclamó Heracles.
?¿Ves?? replicó el Inquisidor. Ya caíste en desmesuras, dejándote arrebatar por espontaneidades.
¿Qué sentido tiene li­berar del sufrimiento a los hombres? Im­porta hacer lo que es conveniente y está de actualidad. Y hoy conviene salvar el alma. ¿Entiendes?

Pero Heracles no entendía al Inqui­sidor, ni éste a Heracles. El griego tenía el espíritu a punto; el ánimo, en plena dis­posición; y el demiurgo interior, nuevo. Por el contrario, en el español todo era vejez y cansancio, limitación y soberbia, mucha soberbia. Los antiguos pudieron ser duros, crueles, caprichosos, teatrales, embusteros, supersticiosos y dados a pre­pararse la posteridad, pero nunca so­berbios. La soberbia compareció en el mundo al tiempo que el cristianismo y la Iglesia, cuyos individuos, por tristes y necios que sean en estado natural, se inflan al sentir que encarnan la institución. Ser cardenal, arzobispo, obispo, o simplemente clérigo, es ser, de algún modo, demiurgo de la institución, que se entrega al hombre con toda su magia y su poder. De tal forma, la Iglesia resulta un suceso de intriga y continua conspiración contra propios y enemigos; un ente que siempre acecha y vigila. Ella misma podría decir que ninguno de sus santos ha subido al cielo sin sufrir persecución de otros santos.

¡Qué diferencia entre Heracles y el In­quisidor! ¡Qué diferencia entre yo mismo y mis contemporáneos españoles, eclesiásticos y no eclesiásticos! Los unos estábamos po­seídos por sentimientos y deseos espon­táneos; los otros, por premeditaciones y arrogancias.

Cuando el espíritu está a punto, y la psique en plena disposición, es grande la riqueza de los sentimientos y la multitud de los deseos, lo cual ocurre en la adoles­cencia. El demiurgo que piensa, y trae la reflexión; el demiurgo que se emociona, y trae el éxtasis; el demiurgo que hace, y trae la obra; el demiurgo que contempla, y trae el recogimiento; el demiurgo que pro­testa, y trae la queja. Todas estas compare­cencias parecen pugnar por habitar la es­tructura del adolescente, llevando al ánimo gran número de sentires e impulsos, porque la voluntad se pone en si­tuación de colaborar y ser arrastrada por todo lo nuevo.

«Muchos hombres se creen inspirados por demiurgos o ponencias que les ordenan pensar o hacer de alguna manera. Se trata de una conciencia que emerge con la ado­lescencia, y se mantiene y desarrolla, a veces hasta la locura, cuando el ser resulta capaz de conservarse adolescente y seguir estre­nando el mundo» ?decía Bión de Boris­tenes, discípulo del famoso Teofrastro de Ereso.
Melancolía deferida, alegría sin causa, ternura sin estímulo, incitante calma, fatal ensimismamiento, feliz entusiasmo, sen­sación de espera, tenue ensueño, visión de claros espacios, lenta recreación. He aquí algunos de los sentimientos gozados en la adolescencia, amén de otros más indefi­nidos, que apenas pueden ser investigados ni descritos.

Sentimientos producidos por la pre­sencia de objetos inanimados, por el transparente aire, por el sol del otoño, por la humedad del campo, por el verde del bosque, por el brillo de la piedra. Senti­mientos ante el ingenuo día, la densa noche, la graciosa mañana, la pacífica tarde. Sentimientos nacidos de con­templar la estampa de la mujer, el movi­miento de sus piernas, su diverso andar, su modo de hablar, su mirar y su mundo todo, tan particular frente al del mu­chacho. Sentimientos generados por el rostro humano, la figura animal, el sillar levantado y el arte de remotas culturas. Sentimientos aparecidos al comulgar con el tiempo, segundo a segundo, hasta hacer fundir el ánimo con los instantes, como madeja que se devana continua y sin parar, suave y silenciosa. Sentimientos germinados al escrutar el pasado, lo más irreversible de cuanto puede existir, lo le­janísimo, lo inaccesible, lo fugado para siempre. Sentimientos advertidos al pre­tender objetivizar y aprender el propio yo, que fluye como el humo, desvaneciéndose, o como las partículas del radio, de manera perenne y eterna, jamás detenida. Senti­mientos revelados en el intento de des­cubrir, en introspección, la fuente interior de uno mismo, la idea que regula todas las ideas del yo, y la emoción que de­termina todas las emociones, matrices nunca halladas.

Sagrados sentimientos de indecible afecto hacia los padres y personas particu­larmente amadas, por compartir en el mismo rincón el suceso de la vida. Miste­riosos sentimientos del ser en soledad; sen­timientos que formulan preguntas, como si, en lo más profundo, la emoción fuera igual al intelecto, y, por tanto, capaz de represen­tarse el mundo, enjuiciar y concluir. ¿No os ha ocurrido, en ocasiones, sentir llegar a la mente una cuestión, originada en un lugar más hondo, a la manera de un cuerpo que surgiera del fondo y flotara sobre la super­ficie de unas aguas?
A cada uno de aquellos sentimientos correspondía un deseo igualmente inde­finido e indecible. Voluntad de existir len­tamente, habitar el contento, poseer norma, tener criterio, saber el camino, des­velar lo vedado, escuchar y estar en paz. Voluntad de apurar la mañana, la tarde, el día y la noche. Voluntad dirigida hacia la presencia y formas de la mujer; deseo del calor que da el ser; deseo de palabras; deseo de mirar y quedar mirado por los ojos que revelan un ánimo dispuesto. Voluntad de apartamiento y voluntad de compañía; deseo de sucesos. ¡Multitud de inenarrables deseos!

«Atenea, la diosa, creó la lógica, en cuanto estructura formal de la razón, y esto fue en ella una arbitrariedad» ?decía un enemigo de Aristóteles, llamado Cércidas, que habiendo vivido después de Sócrates, pretendía, ante todo, ser presocrático.

¡Luminosa sentencia! La razón y su guía, la lógica, fueron inventadas por los dioses al configurar el mundo, resultando, así, tan terrenas como la montaña y la hormiga. Por el contrario, los sentimientos parecen venir de un origen más lejano e in­creado, por lo cual son también más impre­cisos e inaprehensibles que las ideas y juicios: no pueden ser expresados como los números de Pitágoras.

«Me aterra escribir, pues la mecánica del discurso quiebra la continuidad de la conciencia y parcela sus sentires. Cuando cojo el punzón, dejo mucho en el camino, y no porque me falten signos, sino porque no hay fórmulas para pensar lo que siento, y lo impensado niega el lenguaje» ?excla­maba, en el siglo III, un tal Fenicio de Agrigento.

Y hablaba verdadero. Lo que se dice con significado, nace ya dicho, y, por ello, con estructura determinada. Existen muchas cosas esencialmente inefables, y en cuanto dichas, mistificadas por el vo­cablo y sus reglas de conexión. No cabe poesía precisa; la intimidad es inexpre­sable.
¡Sentimientos y deseos indecibles de mi adolescencia y de otras adolescencias!, venturosos acaecimientos, siempre iné­ditos, surgidos y quedados en la interio­ridad, yo os amo, porque simbolizáis el es­píritu a punto y la fecunda lozanía.

Miguel Espinosa


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