Rob Riphagen vivía con su madre, en Amsterdam. Su padre se tuvo que ir del país cuando él era un bebé. Se fue a trabajar a Argentina y a finales de los años 40 Argentina estaba bastante más lejos de Holanda que ahora.
A sus cinco años, las referencias de Robert sobre su padre eran las fotografías que decoraban su casa –una grande en el salón, otra en la mesita de noche– y lo que su madre le contaba sobre él. Cosas buenas: que se había marchado a trabajar lejos para que a ellos no les faltara de nada; eran tiempos difíciles para la mayoría, recién acabada una guerra atroz.
Así que en la mente infantil de Rob su padre era un héroe. Un hombre grande y fuerte, sin miedo a nada ni a nadie y que pronto volvería a casa para cuidarles y protegerles.
Por eso no podía entender por qué en el colegio sus compañeros se burlaban, insultaban a él y a su padre, le pegaban, abrían su cartera y tiraban sus libros y cuadernos al barro. Todo por culpa de su padre.
El pequeño Rob no entendía qué tenía de malo ser hijo de Andreas “Dries” Riphagen.
Dries Riphagen con su hijo RobPorque los hijos no son culpables de los pecados de los padres. Todo el mundo lo sabe. Pero luego parece que a mucha gente se le olvida.
En aquel tiempo Rob no conocía casi nada sobre su padre. Margaretha, su madre, intentaba protegerle de la verdad y le insistía en que pronto se reuniría con ellos. Durante un tiempo Rob lo creyó, el día menos pensado aparecería para darle un abrazo, con un regalo traído desde más allá del mar. Con siete años, un día que no tenía colegio se fue con su bici hasta el puerto de Amsterdam, a ver si por casualidad encontraba a su padre bajando de alguno de aquellos barcos que venían de América.
Aquello no pasó, y con el tiempo Rob se fue dando cuenta de que aquel encuentro no iba a producirse en un futuro próximo. Pero al mismo tiempo que su presencia se alejaba, la sombra de su padre se iba haciendo más pesada.
Dibujo hecho en Madrid en 1946 a partir de una foto de RobCuando al volver del cole tras la última pelea a causa de su padre, Rob le pregunta a su madre, Margaretha procura siempre minimizar el hecho sin responder al misterio que seguía envolviendo a su marido ausente. Ese misterio y algún otro dato robado de las crípticas conversaciones entre los mayores –sobre todo entre su madre y un amigo de Dries, Frits Kerkhoven, quien se había convertido en una especie de padre adoptivo– fueron confirmando en la mente del niño que había algo que no era normal. Para él su padre seguía siendo un hombre grande y fuerte, afable, elegante, divertido, con don de gentes y conocimiento de idiomas.
Pero tanta reserva no presagiaba nada bueno.
En el lado equivocado
Con 18 años supo el terrible secreto, que su padre había había estado “en el lado equivocado” (fout) de aquella guerra; en la que, por otra parte, había habido mucha más gente equivocada de la que parecía cuando acabó. Frits, que estuvo en la resistencia a la ocupación, se lo confirmó. Su padre había colaborado con los nazis y por eso huyó a Argentina. Lo hizo escondido en el ataúd de un coche fúnebre con una bici desmontada, con la que cruzó toda Francia hasta llegar a España.
Desde ese momento, su padre se convirtió en alguien de quien avergonzarse, en un doloroso secreto. No sabía los detalles, pero conocía aquellas historias sobre la persecución a los judíos, por ejemplo, y ahora sabía que su padre formaba parte de ‘los malos’ de aquellas historias, tan terroríficas como reales.
Andreas RiphagenRob, a diferencia de otros ‘hijos de’, no negó la evidencia ni se aferró a justificaciones. En Rob se instaló la vergüenza por su apellido.
Pero sobre todo el miedo. El miedo a ser descubierto, a que aquel apellido le cayera encima como un rayo y que la gente le señalara. Se matriculó en la universidad con ese miedo que siempre le acompañaba: miedo a que lo descubrieran y le señalaran sus amigos –algunos judíos– miedo a que la mancha de su apellido afectara sus calificaciones, su futuro.
Tras la facultad empezó su carrera profesional en el mundo del marketing. Y siguió el miedo: si se descubría públicamente quién había sido Dries Riphagen y quién era su hijo, el puesto de trabajo de Rob se vería comprometido. Aunque obviamente eso no es motivo de cese, la publicidad negativa es algo que aterra a una compañía; y siempre hay justificaciones para un despido.
Por el camino se casó, en 1965, con una bella mujer que fue Miss Holanda. Aquello duró 5 años. En 1979 se vuelve a casar y tiene dos hijos, Robert y Suzette, a los que de niños les contará la historia del abuelo Dries, sin dar muchos detalles.
Rob tiene un trabajo y una familia, un futuro por delante y menos tiempo y ganas de indagar en el doloroso pasado de su apellido. Con su madre nunca hablan del tema. Dries había muerto en secreto en Suiza en 1973, aunque bastantes años antes Margaretha había renunciado a saber nada de aquel hombre que la abandonó con su bebé.
Pero el secreto familiar sigue allí, escondido. Lo hijos no heredan las culpas de los padres, pero sigue el miedo a ser “descubiertos”. Y siguen las preguntas. ¿Por qué? ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué los abandonó y nunca intentó reunirse con ellos?
Toda la verdad a la luz
Y en 1990 se hace la luz y el pasado regresa como una bofetada. El apellido Riphagen es expuesto en la plaza pública, sus crímenes a la vista de todos. Primero en una serie de reportajes, después en un libro de investigación. El libro de dos periodistas holandeses muestra como Dries Riphagen sacaba partido, y por dos veces, de entregar a los judíos de Holanda a los nazis. Aquí la historia.
En ese momento Rob conoce por primera vez la historia completa de su padre. Se la encuentra negro sobre blanco en los periódicos. La verdad era una herida dolorosa, pero ahora sangra en los detalles.
También descubre una hermanastra, nacida de un matrimonio anterior de su padre, cuando éste tenía 18 años. A aquella primera familia, como a Rob y a Margaretha, también las abandonó a su suerte. Dries no tenía más objetivo en la vida que cuidar de Dries costara los que costara.
Con las revelaciones periodísticas el revuelo es grande. Los hijos no tienen la culpa de las acciones de los padres, pero Rob tiene que marcharse a Francia. Riphagen se ha convertido en un apellido maldito en Holanda. La reputación y el buen nombre de las empresas, ya se sabe.
Malos tiempos para Rob. Ahora cada 4 de mayo, el Nationale Dodenherdenking (Día de la Memoria) es aún más doloroso, para él es un alivio estar fuera de Holanda.
La película, una nueva etapa
La vida sigue, Rob se jubila y en 2010 se vuelve a casar, con María Faber. Una vida tranquila, cultivando plantas y cuidando su jardín. Pero en 2016 vuelve otra vez Dries como un vendaval. Se estrena una película sobre él, su historia vuelve a ponerse de actualidad en Holanda, y traspasa sus fronteras.
Con el apoyo de María, Rob decide enfrentarse definitivamente a su padre, a sus orígenes. Sigue siendo doloroso, pero ahí está él para dar la cara. Este año, por ejemplo, ha viajado con su mujer al Toronto Jewish Festival, donde tras exhibirse la película contestó a las preguntas del público, con algún familiar de las víctimas incluido.
Rob y María durante la premier de la película en Holanda.Allí también explicó que no sabe nada de la supuesta fortuna que hizo su padre entregando judíos a los nazis. Tal vez se la gastó toda, tal vez quedó en Argentina. El cónsul argentino en Suiza se hizo cargo de sus pertenencias cuando murió y Rob desconoce que pasó con ellas, no pudo rescatar nada. De hecho, Rob se enteró de la muerte de su padre en 1982, nueve años después de que ocurriera.
También este año, y acompañado por María, ha viajado a Argentina buscando las huellas de su padre, intentando encontrar nuevas pistas que le digan quién fue, qué hizo, qué pensaba. ¿Por qué? ¿Por qué?
E intentando calmar un poco un dolor con tantas capas acumuladas tras tantos años escondido. Usándolo para ayudar a otros. Hay muchas maneras de enfrentar los pecados de los padres, y supongo que cada uno lo hace como puede o sabe. No podemos juzgarlos. Pero me parece que la de Rob es la más valiente y la más positiva. Asume una culpa que no es suya e intenta confortar de alguna manera a unas víctimas que tampoco lo son. En todo caso él es también, de otra manera, una víctima de su padre.
La historia no puede borrarse, pero ahora el apellido Riphagen es también el de Rob, el tipo honesto y valiente que se enfrentó a la verdad demostrando, una vez más, que el mal no está en los genes, ni escrito en las estrellas. Y que se le puede vencer.
Rob Riphagen deja a sus hijos una herencia preciosa.
Quiero dar las gracias a María Faber, la mujer de Rob. Sin ella este post no hubiera sido posible. Gracias por su ayuda y su amabilidad.
Y a Rob, por supuesto, por su ayuda y por su valentía.
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