Año: 1998
Editorial: Anagrama
Género: Novela
Valoración: Ovación
Hace unos meses, durante la entrevista a Pablo Felder como ganador de la primera edición del Premio Guillermo de Baskerville, surgió, así como de casualidad, el nombre de esta novela, Los detectives salvajes. Por aquel entonces, ignorante de mí, yo no la conocía, lo que, según Pablo, era un fallo a remediar más pronto que tarde. Valga esta reseña como muestra de que un miembro de la familia de Libros Prohibidos siempre paga sus deudas literarias.
Es complicado sentarse a escribir sobre Los detectives salvajes. No es que se trate de una de esas obras difíciles de explicar con unas pocas palabras, sino que es de las que es difícil de explicar en una sola reseña. Es tal su complejidad que me daré por satisfecho si consigo dar unas cuantas pinceladas decentes.
Arturo Belano y Ulises Lima, los denominados detectives salvajes, creadores (o redescubridores) de un movimiento poético mexicano llamado realismo visceral, salen en búsqueda de Cesárea Tinajero, la primera realvisceralista. Conoceremos las andanzas por el mundo de este par de almas errantes a lo largo de los siguientes veinte años de la mano de anécdotas contadas por una gran cantidad de personajes, relacionados con el mundo de la escritura o no, que aportan su particular visión de los sucesos.
Antes de profundizar, es importante decir que Belano y Lima están basados en personajes reales: sin ir más lejos, el propio autor como el primero, y su mejor amigo Mario Santiago Papasquiaro, como el segundo. Además, el realismo visceral como movimiento en sí, está basado en el infrarrealismo, este ya verdadero y al que en su día pertenecieran tanto Bolaño como Papasquiaro (entre otros muchos).
¿Qué es lo más destacable de esta obra además de la disparatada idea que la impulsa (y que, por increíble que parezca, funciona a la perfección)? La estructura, amigos, la estructura. La novela empieza a modo de diario por parte de un personaje (García Madero) que, agárrense, luego se pasa la friolera de 400 páginas sin que se vuelva a saber de él. Pero no queda ahí la cosa, sino que la última parte retoma el diario de García Madero y, a través de él se conoce cómo fue la búsqueda de Cesárea Tinajero por parte de Belano y Lima.
En esas 400 páginas mencionadas, en las que transcurren 20 años (1976-1996), nos encontramos con la intervención de decenas de personajes que relatan en primera persona su relación con los detectives salvajes (siempre perseguidos por un estilo de vida caótico y semi-mendicante). Lo interesante de esta parte está en el hecho de que ninguno de los protagonistas toma parte activa de lo sucedido, sino que son sólo sombras, recuerdos distorsionados por el punto de vista subjetivo de aquel que relata lo sucedido. Esta pirueta estructural está rematada por el constante (y asombrosamente apropiado) cambio de narrador con lo que ello conlleva: diferencias de expresión, de lenguaje, puntos de interés, expresiones… Bolaño se gana aquí la maestría suprema en el arte de contar historias.
Y es que el autor no necesita que sus protagonistas sean los artífices de todo lo que está pasando. Simplemente nos hace seguir su rastro para que nos hagamos una idea aproximada de quiénes eran en realidad, pero sin tener jamás la certeza de conocerlos. Algo semejante ocurre con el propio realismo visceral, que por las constantes alusiones es otro de los personajes principales, pero que por contra no deja ver ni una sola de sus características. Belano, Lima y compañía se pasan la obra completa hablando del realismo visceral, el realvisceralismo, los viscerrealistas, etc, y sin embargo el lector se queda sin conocer ni uno solo de los detalles que lo desmarcan del resto de movimientos. Sólo se sabe que Belano y Lima reniegan de todo lo demás por muy consagrado que esté (de hecho, cuanto más consagrado, peor). Aparte de eso, sólo queda el poema Sión de Cesárea Tinajero, única obra conocida de la autora y de todo el viscerrealismo.
Sión. única obra conocida del realvisceralismo
Como muchos ya habrán notado, Los detectives salvajes no es una novela exenta de un oscuro e irónico sentido del humor. Cada una de sus líneas va impregnada por esa socarronería propia de la juventud, de la rebeldía, de la perpétua sensación de búsqueda, del inconformismo de quien sabe que no tiene nada que perder. Este libro es una proclama revolucionaria, un manifiesto incendiario con el único objeto de romper moldes y reventar cerrojos y cadenas. Su lectura es un desafío constante para el lector, incluso para el más experimentado, pero representa una prueba purificadora por la que hay que pasar. Hay un claro antes y un después de leer Los detectives salvajes. Ovación cerrada para ellos.
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