Hace una semana que me dieron la noticia. Sabíamos cuál era su situación, pero siempre esperas que dure lo que no puede durar, que el tiempo dé una tregua. Me llamó Montse, su esposa, su guardián, su cuidadora impecable desde que hace años dejó de ser quien era. ¡Que tristeza vivir durante los últimos años sin saber que se vive, sin recuerdos, sin gente conocida, sin conciencia de existir! La noticia me llegó de sopetón, pero sin sorpresa.
Hacía mucho que no le veía. Unos cuántos años. Él, refugiado en Canarias, ya no conocía quién le llamaba, ya no reconocía a su propia gente, a veces para él, su hija o su mujer eran extrañas, nuevas en una vida ya añeja, desconocidas después de tantos años de convivencia.
A su problema de memoria, como para cumplir con el famoso refrán: ‘a perro flaco, todo son pulgas’, le diagnosticaron un grave problema del colon. Ahora, no sólo tenía desvalida la memoria, también las tripas.
La cosa empeoró y desde hace unos años ya no hablaba con él, sino con Montse. Él no me reconocía, a pesar de que su esposa le enseñaba una foto mía cuando se ponía al teléfono. Me hablaba sin sustancia, de cuestiones ajenas a ambos --y mira que teníamos una historia en común--, del tiempo, de política en cuestiones básicas, de su mujer o su hija a las que amaba profundamente y así me lo hacía saber, a pesar de que yo bien lo sabía. Repetía mantras y generalidades. Fue entonces cuando me di cuenta de lo inútil que era hablar con él. No sabía con quién estaba hablando y hacía esfuerzos imposibles para reconocer al otro, sin que pudiera conseguirlo.
Desde entonces, hablaba con Montse. Esa mujer abnegada que vivía para él desde que empezó a olvidar. Me contaba cómo estaba, si tenía dolores, si recordaba algo, si la reconocía, si se quejaba de sus ojos o si tenía dificultad para ir al váter. Afortunadamente, a pesar de sus males, las visitas programadas en paliativos parece que le domaban el dolor, haciéndolo más llevadero.
Pues sí, arriba y abajo. Cabeza y colon. Fue viviendo los últimos años con dificultad pero con la ayuda inestimable de su esposa y de los paliativos. También, Áurea, su hija que vive en Valencia, se acercaba a Tenerife cuando podía y le cuidaba, como seguro había hecho él con ella de pequeña.
Inmerecido. Éste es el adjetivo que se puede aplicar. Rober, fue un hombre bueno, inmerecedor de este final tan largo como injusto. Yo lo conocí bien. Podría decir que fue uno de esos pocos amigos íntimos, de verdad, que tenemos. Había trabajado muchos años con él en Alitalia. Y fue allí mi jefe durante cierto tiempo. Siempre he dicho que el mejor jefe que he tenido, y es verdad. Un jefe peculiar. Serio cuando tenía que serlo, y amable y cooperador con sus empleados siempre.
Recuerdo escenas que no podré olvidar nunca. Esas mañanas que empezaban con risas desaforadas, con lágrimas de alegría. Eran las ocho y sólo habíamos llegado, Roberto, Peko, Gemma y yo. Los cuatro decidíamos, antes de empezar a trabajar y de que llegaran otros compañeros, contarnos chascarrillos, criticar a otros, hablar de política, naturalmente con críticas a la derecha, a la monarquía y a las instituciones malditas que hacen la vida más difícil. Un día nos pilló el director general, el único día que llegó pronto, y recuerdo la escena como una fotografía: Roberto, Gemma y yo llorando de risa (no recuerdo por qué) y el Peko tratando, con su ojo pipa, de leer el periódico. El gran jefe sólo pudo decir, buenos días y se quedó mirando al Peko cuyo periódico, estaba a unos dos centímetros de distancia, debido a ese ojo vago que se empeñaba en hacer trabajar a la fuerza. Después, se marchó, quién sabe qué pensó, pero no hizo ningún comentario. Nosotros seguimos riendo, era nuestro cuartito de hora.
Sí, lo he comentado, Rober era un hombre peculiar. Tengo de él, además de muchos recuerdos, alguna que otra fotografía mental. Escenas inolvidables. Recuerdo alguna reunión en su despacho, con sus gafas puestas, las mangas de la camisa arremangadas, la corbata suelta y, cómo no, un cigarro en la boca –algo habitual-- cuya ceniza estaba a punto de caer. En su mesa, sin falta, un rollo de papel higiénico, que bien le servía para limpiar las gafas como para aliviar ese constipado que, a menudo, pillaba los inviernos.
Roberto empezó hace más de setenta años, trabajando de ascensorista en un hotel en Barcelona. Sin duda, en aquel momento no pudo imaginar que, años después, ese entrenamiento fue premonitorio y tendría que subir y bajar a diario, unas cuantas veces los once pisos de la Torre de Madrid, donde estaba la oficina.
Una de las últimas veces que le vimos los tres –Gemma, Peko y yo--, fue en su casa de Tacoronte, cuando celebramos su sesenta y cinco cumpleaños. Difícil olvidar cómo nos recibió, cómo nos acogió y cómo lo pasamos con él.
Duró lo que duró, desgraciadamente no tanto. Porque su vida fue extinguiéndose poco a poco, si es que se puede decir eso cuando los recuerdos son el olvido.
Decir que lo he sentido, creo que no es necesario. Decir que fue un hombre bueno, tampoco, toda su vida, a pesar de haber obtenido cierto éxito autodidacta en el trabajo, la pasó defendiendo ideas de libertad, de solidaridad y de justicia social. Nunca negó lo que pensaba, aunque eso a veces le creara problemas. Sincero, único, leal a sí mismo y a sus amigos: Roberto, tal cual.
Hasta la victoria siempre, compañero, estés donde estés.
Salud y República