Revista Cine
¿Quién era Robin Hood antes de convertirse en el forajido que robaba a los ricos para repartir el dinero entre los pobres? El más reciente largometraje del siempre ambicioso Ridley Scott responde a esta pregunta en, precisamente, Robin Hood (Ídem, EU-GB, 2010) que, si bien no es el desastre absoluto que yo había leído por ahí, tampoco es la cinta épica que hará que olvidemos Gladiador (2000), la primera –y acaso la mejor- de las cinco colaboraciones entre el cineasta británico y el ingobernable actor neozelandés Russell Crowe.
El guión escrito por Brian Helgeland es, pues, una especie de prólogo –de más de dos horas de duración, eso sí- de las aventuras más conocidas de Robin Hood en el bosque de Sherwood, llevadas a la pantalla en un centenar de ocasiones, desde la canónica Las Aventuras de Robin Hood (Curtiz y Keighley, 1938) hasta la crepuscular Robin y Marian (Lester, 1976), pasando por algún cartón de la Warner en el que el Pato Lucas era el fallido equivalente palmípedo del justiciero de Nottingham.
En esta nueva versión revisionista, Robin Longstride (Crowe en plena forma) es un arquero más en el ejército del rey Ricardo Corazón de León (Danny Huston espléndido), quien regresa a Inglaterra después de estar varios años de cruzado, rescatando los lugares santos y asesinando, de pasada, a miles de niños, mujeres y ancianos musulmanes. Sin embargo, en un último saqueo –perdón: batalla- en tierras francesas, Ricardo muere y es Robin –haciéndose pasar por el noble Sir Robert Loxley- quien tiene como misión cargar con la corona del monarca fallecido para que se la ciña su veleidoso y tiránico hermano menor, Juan (Oscar Isaac).
El reyezuelo de marras, cual Presidente mexicano en plena crisis, le subirá los impuestos a su depauperado pueblo, lo que provocará un conato de guerra civil, que será pospuesta cuando el enemigo común -¡los franchutes!- estén a punto de desembarcar en Inglaterra. Para entonces, Robin Longstride ha sido prácticamente adoptado por el anciano padre de Loxley (Max von Sydow, robándose la película) y ya le empieza hacer ojitos a la indómita viuda de Sir Robert, Marion (Cate Blanchett). Será Robin, también, quien se convertirá en el auténtico líder del pueblo inglés para derrotar a los franceses y a su maléfico agente Godfrey (Mark Strong, perfecto).
Como se podrá usted imaginar, sólo por ver la interacción de este extraordinario reparto -Crowe, Blanchett, von Sydow, Strong, Huston y hasta William Hurt…- vale la pena el boleto de entrada. También es innegable la solvencia de Scott al dirigir las varias escenas de acción de la cinta, especialmente la final, genuinamente emocionante, con flechas volando por los aires, espadazos a diestra y siniestra, y un sangriento desembarco en la playa.
Sin embargo, Robin Hood, el filme, tampoco carece de problemas. Hay un momento en la trama –cuando Robin ya está instalado cómodamente en Nottingham- que la cinta se detiene en demasía en las traiciones y maquiavelismos de la corte del Rey Juan, lo que rompe con el ritmo terso y sostenido de la película. Tampoco ayuda que la Marion de Cate Blanchett se haya convertido no sólo en toda una protofeminista -¿en el siglo XII?- sino hasta en prima hermana de Juana Arco, con todo y armadura. Y más aún: eso de escarbar en la infancia de Robin Hood hasta hacerlo ver como el hijo de una especie de filósofo liberal precursor de John Locke –otra vez: ¿en el siglo XII?- es, para decirlo elegantemente, una jalada.
Por lo demás, la película se deja ver, con todo y que los 140 minutos de duración pueden parecer demasiados. En lo personal, no lo sentí así: pero, bueno, siempre he tenido debilidad por las cintas épicas a la antigüita.