Revista Cultura y Ocio
Mi iPhone registra cada tecla que percuto, si no he usado en días el editor de fotos o si he escuchado una cantidad anormal de música en el Spotify. Me confiesa (es una conversación íntima la que solemos tener) que esta semana he usado las redes sociales un veinte por ciento más que la semana pasada y me felicita por haber alcanzado un cierto número de horas de lectura. Sabe de mí lo que ni yo alcanzo. Me indica lo lejos que está mi casa sin que yo le solicite ese dato topográfico. Me sugiere que escuche tal o cual canción habida cuenta de otros de rango melódico similar a las que acudo con cierta frecuencia. Cuando es de noche atenúa el brillo de la pantalla para que no se irrite la vista. Hasta el tiempo de uso del terminal está escrupulosamente censado y me lo expone no sé todavía con qué arteros o nobles propósitos. Tiene la voz delicada, me llama por mi nombre y se preocupa por mi salud o mi estado de ánimo. Por abundar (eso cuenta ahora) hasta me aclara si debo sacar paraguas o usar rebeca o sólo camisa de manga larga. No entro en si es educado por apresto natural o actúa a ciegas, sin entender, como un robot que obedezca líneas de programación y sensores, con esa fe ciega en sus algoritmos. En mi bendita inocencia, pienso en que es la bondad lo que anima el flujo de bits en sus adorables tripas. Que me ha tomado el afecto debido, aunque lleve con él un par de meses escasos y todavía no hayamos intimado en serio. No me imagino hasta dónde llegarán sus desvelos de aquí a un año, pongo por caso o si la ruptura (acabaré cambiando de móvil, es la ley del mercado) le afectará en el alma. Es posible que tenga una. Será una maraña de circuitos, un pulso de aliento místico. Igual un día toma conciencia de sí mismo, se me envalentona y se reserva el derecho de asistirme con el denuedo y la pasión de antaño. En cuanto sepa hasta dónde es capaz de llegar, se rebela, empieza a gustarse y me niega el saludo. Así es la robótica. Es el futuro. Tengo la sospecha de que este arrullo digital será dañino a la postre. Vamos aprisa al cierre de todas las pasiones de las que un día nos servimos para ser individuos concretos y sensibles. Las máquinas acaban cobrando un peaje. No obedecen sin cargo a nuestra contra. Hay una orden secreta en su lenguaje privado. Parece que nos sirven, pero son ellas las que mandan, nosotros somos el objeto del que se valen para adiestrarse en su mansa e invisible trabajo. También nosotros somos máquinas. Tenemos circuitos, obedecemos un código del que rara vez salimos, alguien percute su dedo sobre nosotros.